“MIENTRAS SIGA HABIENDO MANOS QUE TEJAN, NUESTRAS HISTORIAS NO SE PERDERÁN”: MARÍA MARTA ANGELINA TZEEK TZEEK, GUARDIANA DEL PETATE MAYA

● Con más de 15 años dedicados al arte del petate, la artesana recupera un
legado ancestral y lo proyecta a nuevas formas, usos y generaciones
● Desde Nunkiní, Campeche, preserva un tejido ceremonial ligado a la
memoria, la naturaleza y el territorio, al tiempo que innova con diseños,
colores y objetos contemporáneos

En la comunidad de Nunkiní, enclavada en el estado de Campeche y reconocida por
la elaboración de petates con coloridas fibras de palma, la memoria se cuenta y teje.
En el poblado, del municipio de Calkiní, María Marta Angelina Tzeek Tzeek ha
consagrado su vida al rescate, la preservación y la innovación del petate.

“Aprendí desde los doce años con mi mamá y ella con mi abuela. Es un conocimiento
que viene desde antes, que no se aprende en libros: se aprende con las manos y en
el suelo”.

Con más de quince años dedicada al tejido de petate, María Marta conserva las
técnicas tradicionales y lidera procesos colectivos para rescatar tejidos antiguos y
explorar nuevas formas, como bolsas, caminos de mesa e individuales. Su labor ha
recibido premios estatales y nacionales, y su nombre es referencia cuando se habla
de arte popular con raíz maya.

El tejido como vínculo con la tierra

El proceso de elaboración del petate inicia con la fibra vegetal que crece en los petenes, humedales de agua dulce –declarados área natural protegida con carácter
de Reserva de la Biósfera desde el 24 de mayo de 1999– que rodean los ejidos de
Nunkiní.

La materia prima, que puede alcanzar hasta dos metros de altura, la recolectan
campesinos locales. “Nosotros la compramos. Hace algunos años intentamos
sembrarla, pero aquí donde vivimos es pura tierra, no crece igual”.
A la recolección sigue la transformación. La fibra se abre en tiras delgadas, se hierve
con otras hojas durante cinco o seis horas y se seca al sol, envuelta en maderas. Si
el diseño es colorido, se requiere teñir con hojas naturales o anilinas. El proceso
previo al tejido puede durar hasta tres días. Sentada en el suelo, la artesana
comienza a tramar, con sus manos, historias de la naturaleza y de su gente. Un
petate grande puede requerir hasta 700 palitos de fibra y demandar quince días de
trabajo, con jornadas de ocho horas diarias.

Ki’ichkelem póop: el petate ceremonial

El petate es más que una cama o tapete: en muchas culturas mesoamericanas
simboliza el ciclo de la vida y la muerte. Se usaba para dormir, dar a luz, curar,
meditar o morir. El acto de tejerlo y sus símbolos lo convierten en un portador de
sentido y memoria colectiva.

En 2010, en un esfuerzo por revitalizar las técnicas en peligro de desaparición, María
Marta lideró el rescate del Ki’ichkelem póop –término maya que significa “hermoso
petate”–, una variante ceremonial que había caído en el olvido.

“Una sola persona en la comunidad lo sabía hacer. Cuando falleció, parecía que todo
se había perdido. Hasta que un vecino nos prestó un petate antiguo. Lo deshicimos
para aprender cómo estaba tejido, apuntamos figura por figura y lo volvimos a
armar. Fue como leer un códice hecho fibra por fibra”.

El Ki’ichkelem póop, que en la época virreinal era usado por autoridades para
sentarse o para envolver cuerpos en rituales funerarios, está compuesto por
diseños simbólicos relacionados con la naturaleza: flores, lazos, estrellas, semillas.

Cada figura tiene un significado y una complejidad técnica. “Ahora puedo hacer
combinaciones de tres o más figuras en un solo petate. Las fui perfeccionando y ya
me siento segura”.

Innovar desde la raíz

La tradición, para María Marta, no es algo estático: es una materia viva que se
transforma con creatividad y cuidado. Consciente de que los grandes tapetes han
perdido demanda en los hogares actuales, ha apostado por diversificar los usos del
petate: “Ahora también hacemos individuales, caminos de mesa, bolsas y carteras.
Es una manera de responder a lo que piden los clientes y de mantener vivo el oficio”.

También experimenta con tintes naturales y artificiales. Sin embargo, la fibra que
utiliza –por su brillo característico– no siempre permite fijar los pigmentos.
“Probamos con semilla de achiote, con hojas de riñonina, con ayuda de una maestra
de la ciudad de Bécal que trabaja el jipijapa –un sombrero fino y muy flexible hecho
de palma–, pero no todos los colores se fijan bien”.

A pesar de las dificultades, obtiene tonalidades intensas: rojos oscuros, naranjas y
algunos casi negros. En ferias y encuentros artesanales –como los organizados por
el Fondo Nacional para el Fomento de las Artesanías (Fonart)– se privilegia el uso de
tintes naturales, lo cual refuerza el vínculo entre su práctica y los valores de
sostenibilidad, respeto ambiental y autenticidad cultural.

Gracias a su dedicación y a la calidad de sus piezas, María Marta ha participado en
ferias estatales y nacionales, así como en Original, el movimiento que impulsa la
Secretaría de Cultura del Gobierno de México para visibilizar y dignificar el trabajo
de creadores y creadoras de pueblos originarios. Allí ha compartido su obra con
públicos más amplios y estrechado lazos con otras artesanas.

Reconocimiento y transmisión

El trabajo de María Marta ha recibido diversos galardones, entre ellos el Premio Grandes Maestros del Patrimonio Artesanal de México en 2019, uno de los máximos
reconocimientos al arte popular del país. También, en certámenes estatales, en los
que se valora la técnica de sus piezas y el profundo vínculo que mantiene con su
historia familiar y cultural. “Me llena de orgullo. Para mí, es una felicidad que
reconozcan el valor de nuestras manos, de nuestro tiempo, de lo que hacemos
todos los días”.

Aunque no cuenta con un taller formal, María Marta forma parte de una red de
colaboración comunitaria. Las artesanas de Nunkiní se organizan como una especie
de cooperativa solidaria: “Cuando hay un pedido grande, nos organizamos entre
cuatro mujeres. Si una no puede sola, entre todas lo entregamos. Así trabajamos”.

Esa lógica de apoyo mutuo también atraviesa el modo en que transmite su
conocimiento. De sus dos hijas, una ya aprendió a tejer: “La enseñé desde los once
años. Participó en un concurso y ganó el primer lugar. La otra pronto comenzará”.
Aunque muchas mujeres de su familia no continuaron con el oficio, ella decidió
sostenerlo y renovarlo desde su propio hogar. “Al menos en mi casa, la tradición
sigue viva”.

María Marta es una maestra artesana que domina su oficio por la complejidad de
sus diseños, el manejo del tinte en sus piezas que resisten el olvido y florecen en el
corazón de la comunidad: “Me da gusto, porque sé que lo que hago tiene valor. Mis
petates, bien cuidados, pueden durar cinco o seis años, o más. Mientras siga
habiendo manos que tejan, nuestras historias no se perderán”.

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