ASÍ LAS COSAS
Por Adolfo Prieto
En México, los fraudes ya ni siquiera se esconden, se entregan doblados en cuatro, discretos pero quirúrgicamente eficaces, como instrucciones diseñadas para fingir que la democracia aún respira.
En la elección reciente del Poder Judicial, los llamados “acordeones” —esas listas preimpresas con los nombres correctos, es decir, los del partido en el poder— no fueron errores ni deslices administrativos; se trató de una operación sistemática, ejecutada con disciplina de maquinaria política. El escándalo no estriba en los papelitos, sino en la manera en que todo el aparato institucional —de la Presidenta con A hasta el último operador territorial—tenía conocimiento del montaje, lo permitió, lo celebró y lo replicó sin sonrojo alguno. El Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) no inventó la trampa: simplemente la perfeccionó con desvergüenza quirúrgica.
Durante la “consulta ciudadana” para elegir jueces del Poder Judicial, miles de votantes recibieron instrucciones precisas sobre cómo votar, incluso dentro de las propias casillas. En al menos 87 puntos del país se documentó el uso de acordeones. En 81 de esos casos, ganaron justo los nombres que aparecían en los papelitos. ¿Coincidencia? Difícil de creer. Eso no fue azar, fue diseño premeditado, dominación electoral sin esfuerzo por disimular.
Los 92 ciudadanos que integraron el Consejo Judicial no fueron elegidos por el voto libre, sino seleccionados de antemano y presentados como si lo hubieran sido. Noventa y uno de ellos ya figuraban en los acordeones distribuidos durante la consulta. Hablar de representación en esas condiciones no solo es ingenuo, es una burla: el resultado ya estaba decidido antes de que comenzara la votación.
Más allá del mecanismo, lo verdaderamente obsceno es el cinismo que lo sostiene. El régimen obradorista cubrió su actuar con un barniz moral que hace tiempo perdió su brillo. Se autoproclaman redentores del pueblo, abanderados de una supuesta regeneración ética, pero gobiernan como cualquier casta política tradicional, con la ventaja añadida de creerse absolutos, intocables, elegidos por los dioses.
Claudia Sheinbaum, heredera sin matices del obradorismo, no solo evitó condenar la operación, sino que la absorbió como parte de su normalidad política. En vez de asumir su nuevo papel con estatura de estadista, optó por el rol menor de operadora electoral. Lejos de corregir el rumbo, lo confirmó como estrategia oficial.
Aunque ya no ocupa la presidencia, López Obrador sigue ejerciendo una influencia sofocante sobre la vida pública. Desde su tribuna paralela —porque no ha dejado de pontificar— no solo niega el problema, sino que invierte la lógica democrática: quien critica es traidor, quien cuestiona es conservador, quien exige legalidad es “fifí” o “vendepatria”. Ya no gobierna, pero dicta sentencias morales como si aún tuviera la banda presidencial cruzándole el pecho.
Morena no orquestó este teatro solo. El crimen fue compartido, en cadena. El Instituto Nacional Electoral, que debería ser contrapeso y garante, optó por el silencio técnico, ese que duele más que el grito. El Senado y la Cámara de Diputados, convertidos en oficinas auxiliares del Ejecutivo, fueron omisos y solo aplaudieron como si hubieran presenciado una gesta cívica. Adán Augusto y Fernández Noroña no se quedaron al margen: fueron parte de la producción, con libreto y papel asignado.
El ciudadano promedio, en muchos casos, también contribuyó por cansancio, por indiferencia, por una beca o un subsidio, se validó la farsa desde abajo. “Así es la política”, se repite como justificación. Y es ahí donde comienza el colapso democrático: en la resignación, no en el fraude. No estamos ante un tema de pobreza económica únicamente, sino ante una crisis moral. La política clientelar logra que derechos se intercambien por apoyos, que principios se diluyan ante la promesa del próximo depósito. En este México adormecido por transferencias y retórica moralista, la democracia no moldea el futuro: estorba al presente.
Lo que se disputa no es una elección aislada ni un simple error de procedimiento, sino la colonización del Poder Judicial por parte del Ejecutivo, una ocupación sistemática que elimina cualquier posibilidad de equilibrio. Cuando quienes deben impartir justicia actúan como brazos administrativos del poder, ya no queda espacio para el derecho, solo instrucciones. La legalidad se vuelve decorado y las garantías, promesas huecas.
México no se aproxima al autoritarismo: ya lo habita. Las elecciones son rituales vacíos, el disenso se convierte en delito de opinión, el poder se idolatra y el fraude se institucionaliza con aplausos incluidos. Lo más grotesco es la insistencia en mantener la ficción. Se cacarea una consulta democrática, de participación ciudadana, de respeto al sufragio, mientras los hechos muestran otra cosa. Lo que presenciamos fue un montaje de baja factura, una puesta en escena sin arte ni sustancia, donde la escenografía se tambalea.
No hay golpe más letal para la democracia que manipular su lenguaje para justificar su ejecución. Este régimen predica virtudes mientras consolida abusos, invoca al pueblo mientras lo adormece, invoca la ley mientras la pisotea. La democracia mexicana no caerá con tanques ni con decretos. Está muriendo, lentamente, entre formularios prellenados, entre aplausos inducidos, entre silencios cómplices. Muere cada vez que alguien dice “todos hacen lo mismo” o “al menos me toca algo”. Muere cuando la crítica se reemplaza por conveniencia.
Pero no todo está perdido. La historia de México demuestra que la conciencia colectiva puede entrar en letargo, anestesiada por el miedo, la costumbre o la desesperanza, pero nunca desaparece por completo. Y cuando despierta —a veces tarde, pero con fuerza—, ningún aparato partidista, por más disciplinado que sea, ni ningún discurso pseudo-redentor, por más repetido que parezca, logra sostener un régimen que ha perdido toda legitimidad ante los ojos de su propio pueblo.
La indignación no es una amenaza para el orden democrático, como intentan hacer creer los custodios del poder; al contrario, es la chispa de donde puede surgir la transformación real. Detrás de cada enojo social hay exigencia de dignidad, necesidad de justicia, voluntad de recuperar lo que se ha traicionado. Y cuando esa chispa logra prender, ni el fraude más cuidadosamente empaquetado en papelitos doblados, ni la propaganda más afinada, pueden contener su efecto.
Pocas traiciones son tan devastadoras como aquellas que se cometen invocando la virtud, con el lenguaje de la moral como disfraz y la promesa de redención como coartada. No hay cinismo más corrosivo que el de quienes prometieron limpiar la vida pública y terminaron institucionalizando sus peores vicios. La democracia no puede reducirse a un decorado vacío ni a un eslogan de campaña: o se ejerce con convicción o se pierde por abandono.
La urgencia no radica en cambiar de siglas, de candidatos o de colores en la boleta. Lo apremiante es desmontar ese pacto silencioso, inconsciente, entre el poder que abusa y la ciudadanía que, por cansancio o conveniencia, decide callar. Una nación no se define por el relato de sus gobernantes, sino por el límite que sus ciudadanos están dispuestos a imponer.
Y si seguimos aceptando papelitos doblados como si fueran destino, el fraude no estará en la urna, estará en nosotros.
¡Hasta la próxima!