ASÍ LAS COSAS
Por Adolfo Prieto
La historia, como suele ocurrir, cobra sus facturas con puntualidad. Hoy, el gobierno federal
encabezado por la Presidenta Claudia Sheinbaum y por el Movimiento de Regeneración
Nacional (Morena) se enfrenta a una situación incómoda, dolorosa, pero sobre todo
reveladora: la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) tomó las
calles una vez más, con los mismos métodos de presión, chantaje y ocupación que alguna
vez fueron celebrados —cuando no protagonizados— por los propios fundadores del actual
régimen. Durante décadas, la CNTE ha sido sinónimo de lucha magisterial que, si bien en
sus orígenes tenía raíces legítimas, hoy es un aparato de presión política que actúa más
como grupo de choque que como organización sindical. El problema no es que protesten; el
problema es cómo, cuándo y contra quién lo hacen. Sus métodos: bloqueos carreteros, toma de instalaciones gubernamentales, cancelación de clases sin justificación académica, y por supuesto, los infaltables plantones.
El plantón no es una novedad en la política mexicana. Uno de los episodios más icónicos en
la memoria colectiva es el de Paseo de la Reforma el 30 de julio de 2006 protagonizado por
Andrés Manuel López Obrador tras perder la elección presidencial, el cual montó un
gigantesco plantón que paralizó, durante 47 días, el corazón financiero de la Ciudad de
México. Mis fuentes nada confiables aseguran que fue patrocinado por el Cártel de Sinaloa.
Aquella manifestación, que comenzó como una protesta contra el fraude electoral que él
denunció, terminó siendo un lastre económico y social para miles de ciudadanos que vieron
afectadas sus fuentes de ingreso, su movilidad y su vida cotidiana. El plantón de 2006 no
solo fue criticado por sectores empresariales o medios de comunicación, sino también por
ciudadanos que, sin tomar partido político, no entendían cómo una causa legítima se
convirtió en una afrenta contra todos. Aquel episodio marcó un antes y un después. No por
su eficacia política —que fue cuestionable— sino porque legitimó el uso de la ocupación
territorial como herramienta de presión.
Hoy, esa misma lógica es replicada por la CNTE y que se ha convertido en su sello
distintivo. Cuando no obtienen respuesta inmediata a sus demandas, no acuden al diálogo
institucional, no exploran mecanismos jurídicos ni recurren a la sociedad civil. ¡No! Van
directo al chantaje: bloquean calles, avenidas, oficinas y aeropuertos. El suspender clases
parece un daño colateral aceptable para ellos. En su cosmovisión, el Estado les debe algo, y
si no se los paga, lo cobran a la fuerza. Lo que hoy incomoda al gobierno federal no es la
protesta en sí. Es el reflejo. La CNTE es el espejo incómodo en el que Morena no quiere
verse, pero que inevitablemente lo confronta. ¿Cómo condenar los bloqueos y plantones
cuando López Obrador y la actual presidenta de México ascendieron al poder utilizando
esos mismos métodos? ¿Cómo descalificar una protesta violenta cuando uno de los pilares
discursivos del movimiento de regeneración nacional fue que “el pueblo tiene derecho a
manifestarse donde sea y como sea”?
Los “maestros” de la CNTE toman agua de su propio chocolate, sí, pero el gobierno
también. Morena es rehén de su pasado. Durante años, avalaron, celebraron y se
beneficiaron de estas formas de protesta. Hoy no pueden condenarlas sin caer en la más
vulgar contradicción. La represión no es una opción. No por principios —que están en
duda—, sino por conveniencia. Reprimir a los maestros sería, simbólicamente, reprimir al
mismo movimiento del que proviene la presidenta. Sería dispararse al pie, reconocer que
aquellos métodos que los llevaron al poder, ahora como gobierno, son insostenibles. Por
eso se aguantan y toleran lo que antes habrían condenado con furia; se callan o minimizan
los daños, aunque sean evidentes.
Pero esa tolerancia tiene un costo altísimo. El mensaje que se envía es claro: si perteneces a ciertas élites sindicales, tienes derecho a romper las reglas, a colapsar la ciudad, a interrumpir clases y a poner en jaque al Estado. En cambio, si eres un ciudadano común,
cualquier manifestación que altere el orden público será reprimida, criminalizada y
neutralizada de inmediato. La ley se convierte así en un instrumento de uso faccioso, no en
una garantía universal. La CNTE no representa a la mayoría del magisterio. Son una
minoría radicalizada con fuertes intereses políticos y conexiones con movimientos locales
que poco o nada tienen que ver con la educación. Sus demandas, a menudo, rayan en lo
absurdo: reinstalación de maestros que fueron cesados por ausentismo, rechazos a
evaluaciones mínimas de desempeño o control absoluto de plazas docentes. Y todo ello con
la bandera de una “resistencia” que, en realidad, encubre una estructura corporativa y
caciquil.
Y sin embargo, el gobierno cede porque no puede confrontarlos sin confrontarse a sí
mismo. Porque no debe llamarles “vándalos” sin recordar que con esos vándalos
marcharon, bloquearon y tomaron las calles durante años. El círculo es perverso, y lo saben.
Mientras tanto, el ciudadano común es quien paga la factura. La economía local sufre, la
movilidad se entorpece, las escuelas se vacían, y la esperanza de un sistema educativo
funcional se desvanece cada vez que los intereses gremiales se imponen al interés público.
Los niños que se quedan sin clases no votan, no marchan, no hacen plantones. Son
invisibles. No representan un riesgo político. Por eso son olvidados. La CNTE no tiene un
proyecto educativo serio. No discute métodos pedagógicos, no propone mejoras
curriculares, no habla de tecnología, infraestructura o evaluación docente. Lo suyo es la
presión, el cálculo político y el chantaje. Sus protestas son un déjà vu permanente, y su
capacidad de innovación es nula.
La paradoja es perfecta. Morena, hoy en el poder, cosecha lo que sembró durante años de
oposición. No puede, ni quiere, deslindarse de la CNTE porque muchos de sus cuadros
provienen de las mismas redes clientelares. Tampoco puede ceder completamente porque
implicaría claudicar ante un actor que ya ni siquiera guarda las formas. El resultado es un
gobierno paralizado, atrapado entre su pasado insurgente y su presente institucional. El gran dilema del morenismo es que se construyó sobre una lógica de ruptura, pero ahora gobierna sobre una lógica de contención, y eso, en términos prácticos, significa que cada concesión que haga a la CNTE será vista como debilidad, pero cada intento de control será percibido como traición. El equilibrio es imposible y la consecuencia es la parálisis.
La CNTE no va a cambiar. No mientras el sistema le siga premiando su beligerancia.
Tampoco va a desaparecer porque es el monstruo que se alimentó durante décadas desde el propio Estado, y que ahora, como en una tragedia anunciada, devora a sus creadores. El
gobierno federal tiene dos opciones: asumir la responsabilidad de encauzar las protestas
dentro del marco institucional o seguir siendo rehén de su reflejo. Lo primero implica
valentía y liderazgo. Lo segundo, simplemente confirma que están atrapados en una
narrativa que ya no les pertenece, pero que tampoco saben cómo desmontar.
El espejo no miente. Y lo que hoy ven en la CNTE, no es otra cosa que una versión
deformada —pero exacta— de ellos mismos.
¡Hasta la próxima!