El Cinismo Tuitero y la Mentira como Estrategia de Estado

ASÍ LAS COSAS

Por Adolfo Prieto

Vivimos en una época en la que el compromiso con la verdad se reemplaza por la
obediencia al poder. Las redes sociales, y en especial Twitter (ahora X, aunque para muchos
siga siendo el mismo lodazal digital), son campo minado de adulaciones, propaganda
disfrazada de opinión y análisis político reducido a una réplica servil. Pero lo que resulta
preocupante no es que existan bots o usuarios pagados: eso es esperable en cualquier
régimen que usa la simulación como método, es ver a individuos con nombre, apellido y
una supuesta trayectoria intelectual o periodística, replicar sin el menor asomo de sentido
crítico las declaraciones del gobierno en turno, como si fueran dogmas infalibles o palabras
reveladas.

Un ejemplo reciente ilustra con total claridad hasta qué punto llega esta sumisión digital.
En medio del caos que vive Sinaloa tras la presunta detención de Ismael “El Mayo”
Zambada, la presidenta Claudia Sheinbaum declaró que lo verdaderamente relevante no era el impacto de la violencia en la región, sino la necesidad de restablecer la «;confianza
mutua» entre México y Estados Unidos. El eco no se hizo esperar. Como perros de Pavlov,
ciertos tuiteros —algunos con amplio historial de “análisis” y supuesta seriedad
intelectual— corrieron a replicar la cita con una reverencia casi mística. “Recuerda
@Claudiashein…” comienzan sus tuits, sin el más mínimo atisbo de sospecha, sin
preguntarse si lo que difunden es lógico, pertinente o éticamente aceptable.

¿Dónde queda la responsabilidad de entender lo que se repite? ¿Acaso estos personajes
creen que su función en el debate público es aplaudir sin pensar? Porque si así fuera, no
están haciendo política, están haciendo propaganda y normalizando la inversión del sentido
común.

Y en este contexto de docilidad digital, resuena la frase de López Obrador: “Benditas redes
sociales”. Un comentario que, lejos de ser una defensa de la libertad de expresión, revela
una ignorancia total sobre el papel que las plataformas digitales tienen en la degradación
del debate público. ¿Benditas? ¿En serio? ¿Benditas cuando son terreno fértil para la
desinformación, el linchamiento mediático, la manipulación algorítmica y la guerra sucia?
Decir que son “benditas” es cerrar los ojos ante la realidad: las redes no son ni benditas ni
malditas, son herramientas que, sin regulación ni pensamiento crítico, se convierten en
armas de propaganda masiva.

No es una bendición que miles de perfiles falsos, cuentas automatizadas y replicantes humanos repitan la línea oficial como autómatas: es un síntoma preocupante, documentado en múltiples estudios sobre manipulación digital, y debería encender alarmas en cualquier democracia mínimamente funcional. Bendecir eso es, simple y llanamente, no entender nada, lo cual al expresidente morenista no le costaba ningún trabajo.

Para muchos “analistas” la estabilidad emocional de la diplomacia bilateral es más
importante que el dolor, el miedo y la zozobra de los sinaloenses. El mensaje que
transmiten estas posturas es que la violencia local es un daño colateral tolerable si se
conserva la armonía con Washington. ¿Y la soberanía? ¿Y el derecho del ciudadano
mexicano a vivir en paz sin importar lo que piense el Departamento de Estado? Nada de eso entra en el radar de algunos aduladores, aunque no todos merecen esa etiqueta.

Generalizar sería injusto, pero el patrón dominante apunta a una brújula ética que no señala al bien común sino al beneplácito presidencial.

Además de ser un error de juicio es una actitud sostenida. Existe un patrón. Diversos
analistas digitales y medios han documentado una estructura de comportamiento
coordinado —campañas de hashtags, tendencias artificiales, redes de cuentas con vínculos
evidentes— que convierte la crítica en sospechosa y la disidencia en traición. El ecosistema
está contaminado por usuarios que no razonan: solo reproducen. Lo hacen por
conveniencia, por miedo, por cálculo político o simplemente por pereza intelectual. La
consigna parece ser una sola: al gobierno no se le cuestiona, se le sigue.

Este fenómeno da pie a una peligrosa paradoja. Las redes, que nacieron para democratizar
la información, han sido colonizadas por quienes ven en la repetición una forma de control.
Y aquí entra una frase que ya se ha convertido en axioma de la posverdad: “una mentira
repetida mil veces se convierte en verdad”. Aunque atribuida a Joseph Goebbels sin
pruebas concluyentes, la frase ha sido empleada por regímenes autoritarios y equipos de
comunicación contemporáneos como principio funcional de propaganda. Pero no, una
mentira no se convierte en verdad por más veces que se repita. Solo se convierte en un
consenso artificial. La verdad, por definición, no es democrática. No depende de votos ni de
likes ni de retuits. Es o no es. Lo que la repetición logra es anestesiar el pensamiento
crítico, desplazar el debate y construir una realidad alterna sostenida por el volumen, no por la evidencia. La mentira reiterada no se vuelve verdad: se vuelve normal. Y ahí radica el peligro porque cuando lo absurdo se vuelve costumbre, cuando lo ilógico se vuelve
incuestionable, entonces ya no vivimos en un Estado democrático, sino en un régimen
simbólico donde lo único que importa es la narrativa que conviene al poder.

Los tuiteros aduladores son solo cómplices de una maquinaria que necesita de su servilismo para operar. No les importa la verdad, ni la lógica, ni la ética o la coherencia, les basta con ser parte del relato, con tener “acceso”, con seguir siendo invitados, con que les respondan un DM desde una oficina de prensa. Su brújula no es moral, es utilitaria.

Son dañinos porque disfrazan la propaganda de análisis, el aplauso de crítica, la consigna
de razonamiento. Son una nueva clase de operadores: los aplaudidores digitales, los
propagandistas disfrazados de ciudadanos comprometidos, los guardianes de una falsa
sensatez, que lo hacen sin vergüenza, con cinismo, como si ignoraran —o decidieran
ignorar— el nivel de degradación intelectual al que contribuyen.

No se trata de criticar al gobierno por sistema, sino de recuperar la capacidad de pensar, de
cuestionar, de no repetir por reflejo lo que conviene al poder. No se trata de oposición
automática, sino de conciencia mínima. Porque si el debate público se convierte en un eco
interminable de lo que dicta el Palacio, entonces ya no tenemos ciudadanos: tenemos
emisarios del régimen.

El verdadero problema no es que haya una narrativa oficial, sino una legión de replicantes
que la acepten sin pensar, que la defiendan sin entender y que la repitan sin cuestionar. La
mentira no se convierte en verdad por repetición, solo se convierte en un monumento al
conformismo. Y cuando una sociedad entera decide aplaudir antes que pensar, lo que está
en juego no es la política: es la libertad.

¡Hasta la próxima!

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