ASÍ LAS COSAS
Por Adolfo Prieto
La democracia, en teoría, es un sistema donde el poder emana del pueblo, pero la realidad
en muchas naciones revela un cuadro desolador donde la mayoría de los legisladores no
son elegidos por la voluntad popular, sino que deben su posición a cúpulas de poder que
operan en las sombras. Este fenómeno no solo cuestiona la esencia de la democracia, sino
que la convierte en un mero adorno, una etiqueta que se coloca sobre un sistema que, en
su funcionamiento, carece de los principios básicos que deberían regirlo. Las iniciativas de
ley y las decisiones tomadas en ambas cámaras, tanto de senadores como de diputados,
obedecen más a intereses personales y partidistas que a un auténtico beneficio del
pueblo.
El desdén por el interés público es la norma, no la excepción. Esto es particularmente
preocupante, ya que por lo menos clase política viene actuando con esta lógica desde
hace muchas décadas, y sin lugar a dudas carece de la legitimidad y el compromiso
necesarios para legislar de manera efectiva. Al final del día, el ciudadano común se siente
cada vez más alejado de un proceso que debería servirlo. En un sistema donde muchos
legisladores no cuentan con la preparación adecuada ni comprenden los fundamentos de
la legislación, es difícil esperar resultados que vayan más allá de la mera retórica política.
La incapacidad para legislar, unida a la presión ejercida por el presidente en turno, genera
un entorno donde el verdadero propósito de la representación democrática se diluye.
En este contexto, el desinterés de la ciudadanía por lo que ocurre a su alrededor se
convierte en un problema grave. Muchos optan por la resignación, aceptando dádivas
disfrazadas de bienestar que ofrece el gobierno, y abandonan la responsabilidad de
involucrarse en la política. Esta actitud de conformismo alimenta la perpetuación de un
sistema que no responde a sus necesidades reales. En lugar de exigir transparencia y
rendición de cuentas, el pueblo se convierte en presa fácil de la manipulación, asumiendo
un papel pasivo en su propio futuro.
Por otro lado, el poder judicial, cuya independencia es fundamental para el
funcionamiento de cualquier democracia saludable, también se ve afectado por esta
dinámica perversa. Los ministros no siempre son seleccionados por su capacidad o
trayectoria, sino más bien por sus relaciones con los poderes ejecutivo y legislativo. Esta
falta de meritocracia en el sistema judicial socava la confianza pública y convierte a las
decisiones legales en extensiones de los intereses de quienes ocupan los escaños del
poder. La justicia, en lugar de ser un baluarte de imparcialidad y equidad, se transforma
en una herramienta al servicio de quienes detentan el poder, lo cual se va a reforzar con la
nueva Reforma Judicial, a la que aplauden en automático y con bríos, infinidad de
despistados que ven en ello una oportunidad para colarse en el círculo de los morenos,
aunque a la primera de cuentas sólo obtengan, si bien les va, un “muchas gracias por
participar”.
El gabinete presidencial presenta un panorama similar. Los miembros son seleccionados
más por su cercanía personal al presidente que por su capacidad técnica o experiencia en
la gestión pública. Esta lógica de cuotas de poder dentro del partido gobernante perpetúa
un ciclo de ineficiencia y corrupción, donde la lealtad personal prima sobre la
competencia. El resultado es un gobierno que, en vez de responder a las necesidades de la
población, se convierte en un campo de juego para los intereses individuales de quienes lo
componen.
La secuencia es clara y perturbadora: la elección de un ejecutivo que, a su vez, se
encuentra profundamente vinculado a su antecesor, perpetúa un sistema donde el
cambio real es casi imposible. La teatralidad que rodea las candidaturas es solo eso: un
espectáculo que oculta la falta de alternativas verdaderas y una profundización en las
viejas prácticas que mantienen el estatus quo. Si no se garantiza un proceso de selección
transparente y basado en el mérito en todas las áreas del poder, el ciclo de corrupción y la
desconfianza en las instituciones se volverá un fenómeno crónico.
A esto se suma la creciente división en la sociedad, donde cada grupo jala agua para su
propio molino, olvidando que el bienestar colectivo debería ser la prioridad. La
polarización hace que la ciudadanía sea más susceptible a ser comprada por el mejor
postor, ignorando las consecuencias a largo plazo de sus decisiones. Esta fragmentación
social no solo desdibuja el sentido de comunidad, sino que refuerza el poder de las
cúpulas que operan en la oscuridad, quienes saben cómo aprovecharse de esta desunión
para mantener el control.
Es fundamental que los ciudadanos reconozcan esta realidad. La apatía y la desilusión no
son opciones; el pueblo debe exigir una verdadera rendición de cuentas y mecanismos
que permitan la participación efectiva en la política. La renovación del sistema
democrático no se logrará simplemente cambiando caras, sino transformando la
estructura que las coloca en el poder. La educación política y la promoción de una
ciudadanía activa son esenciales para revertir este ciclo vicioso.
La democracia debe dejar de ser un mero espejismo, un término que se utiliza para
justificar la ausencia de verdadera representación y participación. Es responsabilidad de
todos, desde los votantes hasta los líderes políticos, trabajar en pro de un sistema donde
el poder sea verdaderamente del pueblo y para el pueblo. La historia nos ha mostrado que
el cambio es posible, pero requiere de un esfuerzo colectivo decidido a desafiar las
cúpulas de poder y a construir un futuro donde la democracia no sea solo un adorno, sino
una realidad palpable y efectiva. Lo cierto es que seguimos siendo comparsas en una
función de circo en donde nosotros somos los payasos y unos cuantos, los dueños del
circo.
Hasta la próxima.