ASÍ LAS COSAS
Por Adolfo Prieto
El caso de Hernán Bermúdez Requena, conocido como “El Comandante H”,
sacudió al poder político en México. El hombre que durante años fungió como
secretario de Seguridad Pública en Tabasco bajo la administración de Adán
Augusto López Hernández hoy se encuentra prófugo, con una orden de
aprehensión en su contra y una ficha roja de Interpol girada desde febrero pasado.
Se le vincula directamente con el crimen organizado, específicamente con el grupo
“La Barredora”, célula del Cártel Jalisco Nueva Generación. Pero más que su
propia responsabilidad penal, lo que encendió las alarmas es la inevitable
pregunta: ¿cómo pudo su jefe político, entonces gobernador y ahora coordinador
de los senadores de Morena, no saberlo?
El silencio de Adán Augusto López ante el escándalo que involucra a su
exsecretario de Seguridad duró varios días. Desde que se conoció la orden de
aprehensión girada en contra de Hernán Bermúdez por vínculos con el crimen
organizado, el tema escaló rápidamente la agenda pública. En medio del creciente
señalamiento mediático, fue la presidenta Claudia Sheinbaum quien, sin emitir una
orden, sí expresó públicamente que sería “pertinente” que Adán diera su versión
de los hechos. La declaración, aunque cuidadosa, fue una presión institucional
clara: pedía transparencia de uno de los actores más cercanos al expresidente
López Obrador.
Poco después, Adán rompió su silencio con una escueta declaración: dijo estar “a
disposición de cualquier autoridad” y defendió que, durante su gobierno en
Tabasco, hubo “avances” en materia de seguridad. Sin embargo, su
pronunciamiento evitó abordar los puntos de fondo. No explicó cómo su secretario
de Seguridad logró mantenerse en el cargo a pesar de los señalamientos previos,
ni mencionó los reportes de inteligencia y las alertas internas que, según diversas
fuentes, advertían de sus vínculos con el narcotráfico. No fue una defensa
informada, sino una salida calculada.
La contradicción entre sus palabras y los hechos no es menor. Si en efecto
existieron esas advertencias, si había informes militares o inteligencia que lo
relacionaban con grupos criminales —como ya se ha documentado—, entonces el
gobernador no podía ignorarlas. Y si las conocía, pero eligió mantenerlo en el
cargo, se convierte en responsable directo, por omisión o por complicidad. En
política de seguridad, no saber es negligencia; saber y no actuar, es
encubrimiento.
La omisión en este caso no es técnica, es política. Y sus consecuencias
trascienden al propio Adán Augusto. La primera de ellas es la erosión de la
credibilidad moral del Partido Movimiento de Regeneración Nacional (Morena).
Durante años, el partido se sostiene sobre una narrativa de superioridad ética
frente a la “vieja política”. Este episodio mina directamente ese discurso. Adán
como coordinador de los senadores —en medio del escándalo— está blindado
institucionalmente.
El caso alcanza a otra figura emergente de la autodenominada Cuarta
Transformación: Andrea Chávez. La joven legisladora fue señalada por recibir
presunto financiamiento irregular a través de un empresario cercano a Adán,
Fernando Padilla Farfán, quien habría cubierto los gastos logísticos de las
llamadas "Caravanas de la Salud", operación político-electoral con fachada social.
Detrás de esos camiones y unidades médicas habría flujos de dinero provenientes
de contratos millonarios adjudicados en Tabasco y Chiapas, durante gobiernos
aliados al exgobernador. ¿A cambio de qué? De lo de siempre: favores, influencia,
blindaje. Si se llegara a comprobar que ese dinero tenía origen ilícito, la senadora
estaría ante un escándalo no solo político, sino penal. Y por extensión, Morena
sería responsable de haber cobijado con recursos públicos y criminales una
operación de propaganda disfrazada de ayuda social.
La segunda consecuencia grave de este caso, por tanto, sería la judicialización
inevitable de figuras clave del partido. De seguir los indicios y las investigaciones
por razones políticas, podríamos ver a la Fiscalía llamando a cuentas no sólo a
Bermúdez, sino a funcionarios de segundo y tercer nivel, empresarios vinculados y
—eventualmente— a los propios Adán y Andrea. ¿Está lista Morena para
enfrentar ese escenario? ¡Todo indica que no!
Y es aquí donde entra el personaje que sigue marcando la vida pública del país:
Andrés Manuel López Obrador. El expresidente no solo apadrinó a Adán como su
secretario de Gobernación, sino que lo calificó públicamente como su “hermano”.
Esa palabra, pronunciada con fuerza emocional y política, revela el tipo de relación
que los une: no es solo lealtad institucional, es cercanía personal, confianza
absoluta. De ahí que el escándalo no sea solo un golpe contra un senador, sino un
golpe al corazón del obradorismo. Si Adán cae, se arrastra parte del legado de
López Obrador consigo.
La tercera consecuencia es histórica. Si las acusaciones contra Adán se confirman
y el sistema judicial decide actuar con autonomía —hecho poco frecuente pero no
imposible—, López Obrador tendría que asumir una responsabilidad política que
jamás ha aceptado: haberse equivocado al nombrar, impulsar y proteger a un
operador que resultó estar vinculado al crimen. Esa es una fractura que su imagen
no resistiría sin desgaste.
Pero todo apunta a que no habrá acción contra Adán. La Fiscalía local no ha
anunciado investigaciones formales. La dirigencia de Morena se limitó a expulsar
simbólicamente al exsecretario Bermúdez, como si con eso bastara. La presidenta
Sheinbaum, aunque hizo llamados a la transparencia, se cuida de no romper con
su antecesor ni con su círculo íntimo. Es entendible: fincarle responsabilidades a
Adán Augusto significaría dinamitar el pacto político que sostiene la coalición en el
poder. Pero es esa pasividad la que mina, gota a gota, la legitimidad de la
administración actual.
Resulta insostenible, por tanto, seguir simulando. Decir que Adán no sabía lo que
hacía su secretario de Seguridad es absurdo. Gobernar implica tener conocimiento
del aparato de justicia, de las operaciones policiales, de los informes de
inteligencia. En el sexenio de la militarización, más aún. La lógica política indica
que Adán sabía, y si no actuó fue por conveniencia, miedo o pacto.
Morena enfrenta una prueba de fuego. ¿Será capaz de desmontar sus propias
redes de protección cuando uno de los suyos está en entredicho? ¿Caerá en la
misma ruta de los partidos políticos anteriores: proteger al aliado, relativizar las
acusaciones, atacar a los críticos y esperar a que el tiempo lo borre todo? La
cuarta consecuencia de esta crisis sería: si Morena no actúa con rigor y claridad,
perderá no solo capital político, sino su bandera moral, y sin ella, su narrativa de
regeneración carece de sentido.
¿Qué pasará con López Obrador si su “hermano” político resulta culpable? Si
Adán es hallado responsable —de omisión, encubrimiento o complicidad—,
entonces el fundador de Morena no solo erró, sino que construyó el poder
alrededor de personas que traicionaron sus principios fundacionales. Sería el inicio
del juicio histórico a la Cuarta Transformación. Y ahí, los silencios ya no alcanzan.
Morena está ante una bifurcación decisiva: o se comporta como un partido
moderno que somete a escrutinio a sus figuras, o revela su verdadera naturaleza
como una fuerza política que protege a los suyos cueste lo que cueste. La historia
ya comenzó a escribirse. Falta ver si el desenlace lo dicta la justicia… o la
costumbre.
¡Hasta la próxima!