ASÍ LAS COSAS
Por Adolfo Prieto
México no está en crisis por falta de recursos ni por carencia de talento entre su
gente. Está en crisis porque su clase política, especialmente la legislativa, hace de
la incompetencia una virtud, del cinismo una estrategia y del descaro una
costumbre. En ninguna democracia que se respete es concebible que individuos
sin preparación, sin méritos profesionales y con historial de corrupción accedan
con facilidad a cargos de representación tan trascendentales como los de diputado
o senador. Y sin embargo, eso ocurre en México. Es el pan de cada legislatura, el
sello de cada sexenio.
Es un drama, pero también un insulto: legisladores sin credenciales académicas,
sin experiencia legislativa, sin conocimientos técnicos, opinan, modifican, crean y
derogan leyes que afectan la vida de millones de mexicanos. ¿Cómo es posible
que alguien que no entiende los fundamentos básicos del derecho, la economía o
la administración pública tenga la capacidad —legal y real— de decidir el rumbo
del país? La respuesta, aunque dolorosa, es simple: porque el sistema político lo
permite y lo celebra. Porque ser electo por el pueblo se ha vuelto una excusa para
justificar cualquier forma de mediocridad, como si el respaldo popular fuera un
cheque en blanco para atropellar el sentido común.
Los partidos políticos, en su lógica de supervivencia, no buscan perfiles
preparados o con vocación de servicio. Buscan lealtades. Buscan rostros
obedientes, figuras que acaten sin chistar la línea del partido. Legisladores que no
piensen, sino que obedezcan. Y así se entienden declaraciones tan
desvergonzadas como la del expresidente Andrés Manuel López Obrador, quien
afirmó, sin rubor alguno, que prefiere un 90 por ciento de lealtad y solo un 10 por
ciento de conocimiento en sus colaboradores. Esa fórmula es, en sí misma, una
receta para la ruina institucional. Se institucionaliza la mediocridad, se premia la
obediencia ciega, y se castiga al talento crítico que podría, paradójicamente,
elevar el nivel de nuestra democracia.
¿Y qué ha producido ese modelo? Un Congreso degradado, donde se aprueban
iniciativas sin leerse, donde los dictámenes se votan por consigna, donde la
mayoría de las intervenciones son mera repetición de frases huecas dictadas
desde alguna oficina de partido. Hay legisladores que no asisten a sesiones, que
acumulan faltas, que firman sin leer, que votan sin pensar. Algunos de ellos han
sido exhibidos una y otra vez por corrupción, por tráfico de influencias, por
enriquecimiento inexplicable. Y pese a todo, se les reelige. Se les premia. Se les
aplaude en los mítines. Es el espectáculo del descaro elevado al rango de carrera
política.
El fenómeno de los "chapulines" es la cereza en este pastel de impudicia. Políticos
que saltan de un partido a otro como si se tratara de un juego de sillas musicales,
sin ideología, sin vergüenza, solo con hambre de poder. Cambian de camiseta,
pero no de prácticas. Son los mismos nombres reciclados, las mismas promesas
huecas, los mismos escándalos de siempre. Y lo más alarmante: el sistema los
protege. El fuero constitucional les garantiza impunidad, y los partidos, lejos de
sancionarlos, los arropan como activos valiosos. No importa que tengan
expedientes abiertos, que hayan sido acusados públicamente, que hayan quedado
exhibidos en videos o audios. Mientras sirvan a los intereses del partido, seguirán
ahí. Intocables.
El Congreso mexicano ha dejado de ser un órgano de deliberación para
convertirse en una caja de resonancia de los intereses del poder. Diputados y
senadores actúan muchas veces como auténticos burócratas del voto, sin ideas,
sin proyectos, sin otra brújula que la consigna. Rara vez presentan una iniciativa
propia. Rara vez estudian los temas que abordan. Rara vez debaten con
argumentos. La política legislativa es un teatro pobremente actuado, en donde los
aplausos son automáticos y las decisiones, previsibles. Y si se les cuestiona, se
escudan en la legitimidad del voto. Como si el voto bastara para suplantar la
responsabilidad.
Este desastre no sería posible sin la complicidad de un segmento del electorado
que sigue justificando lo injustificable. Que defiende a estos personajes como si
fueran mártires, como si traicionar al país fuera un acto de heroísmo. La
ignorancia, el clientelismo y la desesperanza se combinan para producir una
ciudadanía resignada o, peor aún, fanatizada. Una ciudadanía que aplaude el
desastre, que repite las mentiras como si fueran verdades absolutas, que idolatra
a quienes deberían estar rindiendo cuentas ante la justicia. La política se ha
transformado en una religión para muchos, y los partidos en templos donde no se
permite el pensamiento crítico.
Estamos gobernados por una clase política que, en su mayoría, no merece el
cargo que ostenta. Y mientras no haya un cambio profundo en los criterios de
selección de nuestros representantes —basado en méritos, en trayectoria, en
conocimiento real—, México seguirá atrapado en este ciclo de ineptitud y
corrupción. No basta con votar. Hay que exigir. Hay que fiscalizar. Hay que romper
el pacto de impunidad entre partidos, líderes y votantes ciegos. La regeneración
de la vida pública no llegará desde las cúpulas del poder: tiene que construirse
desde la ciudadanía, desde la educación, desde la crítica activa y bien
fundamentada.
La política mexicana necesita una cirugía mayor. Y como toda cirugía, dolerá. Pero
más duele vivir en un país donde las leyes las hacen los ignorantes, donde la
impunidad es la norma, y donde los responsables del desastre no solo no pagan
por sus errores, sino que son premiados con otro cargo público. El Senado de la
República y la Cámara de Diputados no pueden seguir siendo bodegas de
compromisos partidistas ni refugio para la ineptitud. Necesitamos representantes
que entiendan el peso histórico de su investidura, que se preparen, que rindan
cuentas, y que vivan a la altura de las leyes que juraron respetar.
La pregunta no es en manos de quién estamos. La verdadera pregunta es:
¿cuánto más estamos dispuestos a tolerar esta “burrocracia”?
¡Hasta la próxima!