ASÍ LAS COSAS
Por Adolfo Prieto
Por desgracia vivimos en la era del «me gusta», del contenido efímero y de la celebridad instantánea. Los influencers son una especie dominante dentro del ecosistema digital, moldeando opiniones, dictando modas y, muchas veces, ejerciendo más influencia que la de los intelectuales, los periodistas serios o los artistas con trayectoria. Pero, ¿qué significa ser influencer? Y más importante aún, ¿por qué los despistados deciden darles ese poder?
Un influencer, en términos funcionales, es una persona que acumula seguidores en
plataformas digitales y que, por medio de su presencia, incide en las decisiones de consumo o pensamiento de las personas. Influencian, sí, pero generalmente sin un contenido de fondo. Son el resultado de un sistema donde la imagen vale más que la palabra, donde la velocidad reemplazó a la reflexión y donde la forma es infinitamente más rentable que el fondo.
La mayoría de ellos no tienen formación académica, no provienen de disciplinas del
pensamiento crítico, no están sujetos a códigos deontológicos ni se guían por principios de
responsabilidad social. Operan sin filtros, sin rendición de cuentas, sin más ética que la que
el algoritmo les exige: generar reacciones. La calidad de su contenido no se mide por su
profundidad, sino por la cantidad de corazones digitales que puedan cosechar.
Los temas que difunden responden a una lógica de inmediatez y gratificación fácil.
Predominan los tutoriales de maquillaje sin propuesta creativa, los «blogs» sin trama ni reflexión, las coreografías repetidas hasta el agotamiento, los videos de bromas crueles, los retos absurdos, las frases motivacionales de autoayuda mal digerida o la explotación del cuerpo como único recurso de visibilidad. Nada de esto es, por sí mismo, condenable; lo desafortunado es que esto se convierte en referente, en modelo de aspiración, en fuente de “verdad” para millones de personas que consumen sin filtro y sin sentido crítico.
¿Y quiénes son esos millones? El denominador común de los seguidores más fieles de los
influencers suele ser la vulnerabilidad cultural. Personas —sobre todo jóvenes— con
educación deficiente, escasa exposición a pensamiento complejo, poca lectura, nula
formación en análisis mediático y acceso limitado a referentes sólidos, buscan en estas
figuras digitales algo que les dé sentido, identidad o pertenencia. Encuentran
entretenimiento, sí, pero también guía, validación, incluso afecto ficticio, en personajes que
les devuelven una imagen fácil de digerir del mundo: sin esfuerzo, sin contradicciones, sin
profundidad.
La simplificación de todo es parte del atractivo: frases como “sé tú mismo”, “si lo sueñas,
lo logras”, o “no le debes nada a nadie”, reemplazan el pensamiento crítico. El influencer
promedio no habla desde el conocimiento, sino desde la comodidad de la ignorancia
disfrazada de autenticidad, desde esa ignorancia que no repele: atrae, porque confirma y
acaricia la pasividad de una inmensa mayoría que ya no quiere pensar, solo pertenecer.
Este fenómeno refleja una sociedad que abandona el esfuerzo por el conocimiento en favor
de la gratificación instantánea. La cultura general se desvanece frente a la cultura del trend.
Las humanidades se arrinconan mientras se viralizan retos absurdos, bromas de mal gusto o discursos vacíos. La fama se democratiza, pero también se vulgariza.
Sin redes sociales, la mayoría de estos influencers no sería nada. No hay obra, no hay
legado, no hay construcción intelectual o artística. Son productos de una maquinaria que
necesita alimentarse de lo fácil, lo superficial y lo rápido. Lo peor no es que existan, sino
que se les considere referentes. La fama que ostentan es ficticia, momentánea, sujeta a la
volatilidad del algoritmo y al capricho de las masas.
Más preocupante aún es el público que los sigue. No se trata de hacer un juicio clasista,
pero gran parte de su audiencia carece de una base sólida de pensamiento crítico. El
seguidor promedio no evalúa, no compara, no investiga: simplemente consume y replica.
Cree porque le gusta, no porque entiende. El influencer se convierte en una figura
aspiracional no porque inspire conocimiento o valores, sino porque representa una salida
fácil al éxito: la fama por la fama misma, sin trabajo, sin mérito, sin historia. Y si esa
audiencia está dispuesta a tragarse cualquier barbaridad solo porque se la dijo alguien con
muchos seguidores, el problema ya no es solo de desinformación: es de estupidez
consentida. Una cosa es no saber, y otra es no querer saber; por ello, la ceguera voluntaria
es una epidemia cultural.
Estamos ante una masa dócil que idolatra la mediocridad y que, en lugar de aspirar a más,
se conforma con migajas de validación superficial. Gente que cree que la sabiduría está en
TikTok, que la autoestima depende de un filtro de Instagram, y que la verdad se mide en
likes. Gente que ya no distingue entre autenticidad y artificio, entre opinión formada y
vómito emocional disfrazado de «ser real». Lo más trágico es que muchos de estos
seguidores no son víctimas del sistema, sino cómplices. Eligen la ignorancia como estilo de
vida porque pensar les da flojera. Prefieren seguir a una chica que les dice “tómate un café
y agradece el universo” mientras posa en Bali, que leer un libro que los confronte. Prefieren
a un tipo que grita “¡Vamos con todo, campeón!” con voz impostada, que escuchar a
alguien que los invite a dudar, a cuestionar, a crecer.
Esto refleja una decadencia cultural peligrosa. Cuando la notoriedad sustituye al contenido,
el escándalo reemplaza a la argumentación y la opinión vacía vale más que el análisis
informado, la sociedad entra en un ciclo de empobrecimiento intelectual profundo. El
influencer se convierte en símbolo de una generación que no quiere pensar, que prefiere
seguir a ser autónoma, que confunde entretenimiento con sabiduría. No se trata de condenar
todas las formas de comunicación digital. Existen contados creadores de contenido
valiosos, con formación, con responsabilidad, con propuestas culturales o educativas. El
influencer promedio no informa, no forma, solo busca vender, y si para ello debe
disfrazarse de gurú, hacerse el gracioso, sexualizar su imagen o reproducir estereotipos, lo
hará sin reparos.
Venderán lo que sea: desde pastillas para adelgazar hasta ideas tóxicas sobre amor propio,
pasando por rituales pseudocientíficos, consejos financieros o discursos motivacionales que
no resisten el más mínimo análisis lógico. Son los nuevos charlatanes del siglo XXI: solo
que ahora usan anillos de luz y hashtags en vez de túnicas y amuletos.
Son expertos en parecer, no en ser. Dominan el arte de fingir profundidad con frases
huecas. Maestros del storytelling emocional, aunque su vida no tenga nada que contar. Nos
venden una autenticidad tan calculada que parece escrita por un departamento de
marketing. Y lo peor: funciona porque el público no quiere verdad, quiere emoción, no
desea conocimiento, sino estímulo. En una época donde la fama es accesible, ¿cuál es el
costo de esa accesibilidad? Porque si lo que premiamos es la ignorancia performativa, el
ego inflado y la irresponsabilidad discursiva, entonces el problema no está solo en quien
influye, sino en quienes permitimos que nos influencien.
No basta con señalar el fenómeno: hay que aceptar la responsabilidad brutal de haberlo
legitimado. No fueron los algoritmos, fuimos nosotros. Cada clic, cada vista, cada «me
gusta» a contenido estúpido es un ladrillo más en la construcción de esta cultura vacía.
Mientras sigamos alimentando a estos ídolos de cartón con nuestra atención, estaremos
aniquilando—sin remordimiento—el pensamiento crítico.
Esto no es una moda inofensiva: es una regresión cultural disfrazada de entretenimiento, y
el precio que pagamos es altísimo. Nos estamos convirtiendo en una sociedad que aplaude
lo banal, premia la ignorancia y ridiculiza la inteligencia. Estamos cavando la fosa común
de la razón. Urge devolver la voz a quienes piensan, crean, investigan y construyen, y
formar públicos que no se crean cualquier discurso por el simple hecho de venir envuelto
en filtros bonitos y frases cliché. La ignorancia no es libertad: es sumisión disfrazada.
La viralidad debe estar al servicio de las ideas, no de la estupidez. Dejemos de glorificar a
quienes no tienen nada que decir y empezar a escuchar, compartir y visibilizar a quienes
realmente dicen algo. Si la idiotez sigue marcando tendencia, la decadencia no será un
accidente: será nuestra elección. La ignorancia no debería ser viral, el pensamiento sí.
¡Hasta la próxima!