Reforma Laboral: Voto Fácil, Cambio Difícil

ASÍ LAS COSAS

 

Por Adolfo Prieto

En México, la reforma laboral que propone reducir la jornada semanal se muestra
como un hito progresista. Se adorna con promesas de justicia social, salud mental,
equilibrio entre la vida y el trabajo, y competitividad internacional. Pero tras ese
barniz de buenas intenciones, está bien escondida una propuesta más simbólica
que transformadora, más populista que pragmática, y sobre todo, totalmente
desconectada de la realidad estructural del país.

La primera gran crítica a esta reforma es su falta de aplicabilidad real. México,
aunque con aspiraciones de modernización, es una economía extremadamente
informal. Más del 50% de la fuerza laboral está fuera del marco regulado. ¿Qué
sentido tiene legislar sobre una jornada laboral en un país donde millones de
personas trabajan sin contrato, sin prestaciones y sin seguridad social?

Pensar que una reforma como esta repercutirá en la mayoría de los trabajadores
es ilusorio. Pareciera que es una medida totalmente cosmética para mejorar las
estadísticas oficiales y los discursos de campaña, pero que de ninguna manera
modifica las condiciones laborales de quien vende tacos en la calle, maneja un
Uber sin prestaciones o trabaja en una maquiladora con contratos por honorarios
disfrazados.

Otro aspecto que genera desconfianza es la falta de diálogo real con el sector
empresarial, aunque se dan reuniones, parece más una simulación que un punto
de encuentro. Aunque algunos actores del sector privado aceptaron la medida en
principio, la realidad es que muchas pequeñas y medianas empresas (PyMEs),
que representan el grueso del tejido económico nacional, no están preparadas

para asumir el costo de pagar lo mismo por menos trabajo sin una estrategia fiscal
o de productividad que lo compense.

En países como Francia o Alemania, donde existen jornadas laborales reducidas,
también hay subsidios, infraestructura tecnológica, una política salarial sólida y un
entorno laboral sindicalizado. México, como es de suponer, carece de estos
elementos. Aplicar la medida sin esos apoyos no es avanzar hacia el mal llamado
primer mundo: es tirar a las PyMEs al precipicio.

Uno de los principios centrales de esta reforma, por lógica, es que la reducción de
horas no debe ir acompañada de una reducción salarial. En teoría, esto es
deseable. En la práctica, es insostenible para miles de negocios que ya operan
con márgenes mínimos. ¿Se trata entonces de obligar al sector privado a absorber
el costo de una medida impuesta desde el escritorio del legislador? ¿Dónde queda
el Estado en esta ecuación? Hasta ahora, no hay una política pública clara que
acompañe esta reforma con incentivos, créditos fiscales, capacitación tecnológica
o inversión en infraestructura productiva. Sin estos pilares, la medida no es más
que una camisa de fuerza impuesta a un modelo económico fracturado, hecho al
aventón. Es como exigirle a un corredor que mejore su tiempo mientras se le
amarran los pies.

Uno de los argumentos más recurrentes en defensa de las 40 horas es que una
jornada reducida aumenta la productividad. Esto es cierto, pero solo en contextos
donde existen condiciones materiales que lo permitan: automatización, gestión por
resultados, incentivos laborales, capacitación constante.

En México, la productividad está estancada no por las horas trabajadas, sino por
la ausencia de innovación, inversión en tecnología, capacitación laboral, apatía del
trabajador y, sobre todo, una estructura económica desigual que concentra la
riqueza y el poder en unos cuantos grupos privilegiados. La reforma laboral no
ataca ninguno de estos males de fondo. Quienes defienden esta medida lo hacen

con el discurso de la dignificación del trabajo. Pero en la práctica, esta reforma
podría agudizar las brechas sociales. Aquellos trabajadores que sí están
formalizados —muchos de ellos en grandes empresas o instituciones— se
beneficiarán. Mientras tanto, millones de trabajadores informales seguirán sin
acceso a derechos laborales básicos.

Más grave aún: en algunos sectores como el comercio y los servicios, la reducción
de horas podría derivar en una precarización aún mayor. Las empresas, ante la
imposibilidad de pagar lo mismo por menos, podrían optar por contratos parciales,
esquemas outsourcing disfrazados o simplemente reducir su planta laboral. ¿Esta
reforma responde a una visión de futuro o a un oportunismo político en tiempos
electorales? La iniciativa se presenta como progresista, pero en realidad es muy
conservadora en su enfoque: ignora la necesidad de transformar el sistema laboral
en su conjunto y opta por una solución simple y superficial, como es costumbre en
los políticos mexicanos.

En vez de trabajar por una reforma fiscal que permita al Estado asumir un rol más
activo en la protección del trabajador; en vez de impulsar una transición
tecnológica que permita trabajar menos pero producir más; en vez de combatir de
frente la informalidad… el gobierno prefiere legislar en lo cómodo y anunciar una
victoria simbólica. Reducir la jornada laboral puede ser un paso en la dirección
correcta, pero solo si se hace con responsabilidad, diálogo y planificación. Tal
como está planteada hoy, la reforma no es una solución: es un espejismo.

En un país como México, donde predominan los salarios de hambre, el incremento
al salario mínimo durante el gobierno de López Obrador representó, en términos
nominales, un avance significativo: pasó de $88.36 en 2018 a más de $249 diarios
en 2025. En el papel, esta política parecía corregir décadas de estancamiento
salarial y benefició directamente a millones de trabajadores formales en los rangos
más bajos. Sin embargo, el impacto real ha sido desigual. En zonas fronterizas y
sectores regulados hubo mejoras visibles en el poder adquisitivo, pero en buena

parte del país, la inflación —especialmente en alimentos, transporte y vivienda—
absorbió gran parte del aumento.

Además, la alta informalidad laboral dejó fuera de este beneficio a más de la mitad
de la población trabajadora. En ese contexto, aunque el alza salarial no fue una
cortina de humo, su efectividad se debilitó por la ausencia de políticas
complementarias como la formalización del empleo, el fomento a la productividad
y el control de precios. Así, más que una solución estructural a la precariedad, el
aumento al salario mínimo terminó siendo un símbolo político.

En este mismo escenario de informalidad estructural y un Estado ausente en la
protección del trabajo digno, la propuesta de reducir la jornada laboral a 40 horas,
sin atacar los problemas de fondo, resulta tan superficial como querer curar una
infección con maquillaje. La jornada de 40 horas podría ser una gran conquista,
pero en México, hoy por hoy, no pasa de ser un sueño guajiro o una más de las
tantas elucubraciones de la clase legislativa despistada.

¡Hasta la próxima!

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