ASÍ LAS COSAS
Por Adolfo Prieto
Durante cuatro años, Rosa Icela Rodríguez fue la figura formal de la seguridad nacional en
México, y subrayo lo de “formal”, porque en la práctica, su paso por la Secretaría de
Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC) fue más testimonial que operativo. Mientras los
cárteles, como Pedro por su casa, afinaban su logística, innovaban en rutas de fentanilo y se disputaban territorios con drones y armas largas, la respuesta institucional federal se
resumía en conferencias matutinas y mensajes ambiguos sobre reconstrucción del tejido
social. No hubo golpes demoledores, contundentes, espectaculares al crimen organizado, ni
capturas que alteraran el tablero criminal, ni decomisos de magnitud suficiente para
cambiar la dinámica del narco. No hubo estrategia clara ni voluntad operativa, al menos no
desde su escritorio.
Durante toda su gestión, Rosa Icela —con experiencia más cercana a lo social que a lo
táctico— fue tratada con guante blanco desde la narrativa oficial. Sus pocos mensajes
públicos siempre estuvieron alineados con la doctrina de los “abrazos no balazos”. Nunca
una ruptura con el discurso presidencial, ni una acción que se saliera del libreto de no
confrontar. ¿Casualidad? ¿Disciplina política? ¿Complicidad institucional? La omisión, en
política de seguridad, también es una forma de decisión, y en un país plagado de células
criminales, esa omisión puede tener consecuencias medibles: territorios tomados, muertos,
desplazados, extorsionados o desaparecidos.
Durante su administración, los pocos golpes relevantes al crimen provinieron de la
Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) o de la Marina (Semar). No es por exagerar
pero la SSPC parecía un órgano de monitoreo estadístico o gestor de programas de
prevención. Y mientras eso ocurría, el país se convertía en uno de los mayores productores
de metanfetamina del continente, además de consolidarse como un eje estratégico en la
fabricación, tráfico y exportación de fentanilo, una droga sintética que no solo es letal en
microgramos, sino que ha generado una crisis de salud pública sin precedentes en Estados
Unidos.
Durante la gestión de Rosa Icela Rodríguez, el ascenso del fentanilo fue visible, rastreable y
documentado incluso por organismos internacionales, sin que se articulara una estrategia
federal clara para frenarlo. Ni un solo operativo de envergadura contra las redes de
producción química, ni una acción directa contra los laboratorios clandestinos que florecían
en estados como Sinaloa, Sonora o Michoacán. Es de despistados pensar que la SSPC no
sabía dónde operaban esos centros de fabricación; lo más probable es que sí lo supiera y,
aun así, eligiera no intervenir. Mientras tanto, el huachicol volvió a repuntar en regiones
estratégicas y los cárteles diversificaron su portafolio criminal a una velocidad que jamás
encontró resistencia seria desde la autoridad federal. La omisión, en este caso, no es un
error administrativo. Es una decisión política de alto costo para el país.
Entonces llegó el cambio de sexenio: hace su entrada triunfal Claudia Sheinbaum como
presidenta y, con ella, Omar García Harfuch al frente de la SSPC. Y como si alguien
hubiera presionado un botón mágico, comenzaron los decomisos. A menos de un año de la
toma de posesión de Sheinbaum aparecieron laboratorios de drogas donde antes nadie los
encontraba, cayeron operadores de nivel medio y bajo con rapidez, se anunciaron
estrategias integrales para combatir el huachicol, como si acabaran de descubrirlo. De
pronto, el gobierno federal parecía, ahora sí, por obra y gracia del espíritu santo, tener
interés real en enfrentar al crimen; y el nuevo secretario, contar con la estrategia correcta
para erradicarlo. Decomisan droga a montones, la muestran en televisión entre militares y
logotipos oficiales, pero curiosamente nunca vemos el momento de su destrucción. No es
por ser malpensado —faltaba más—, pero mis fuentes nada confiables aseguran que, en
lugar de incinerarla, esa mercancía termina "reciclada", reubicada o simplemente cambiando de manos… para seguir circulando como si nada. Pero… ¿por qué ahora sí andan tan enjundiosos, tan dedicados, tan hiperactivos?
¿Acaso Rosa Icela no tenía acceso a la misma inteligencia, los mismos informes, las
mismas coordenadas y rutas que hoy se combaten? Porque si la información ya estaba
disponible —y no tengo ninguna excusa o prueba para pensar que no lo estuviera—
entonces estamos ante dos posibilidades alarmantes: o antes se decidió deliberadamente no actuar, o ahora se simula acción con fines políticos y diplomáticos. En ambos casos, el
ciudadano queda en medio de una narrativa que no corresponde con la realidad que vive.
Me cuesta trabajo creer que Harfuch, con su trayectoria en inteligencia, recién esté
descubriendo los tentáculos del crimen. Estuvo en la Policía Federal, en la Agencia de
Investigación Criminal, en la Secretaría de Seguridad de la CDMX. Sabe perfectamente
dónde operan los grupos, cómo se mueven, qué rutas usan, con qué funcionarios se
relacionan. La diferencia no es el acceso a la información, sino la voluntad —o la
necesidad— de actuar sobre ella. Y esa voluntad parece tener hoy dos motores: la presión
de Estados Unidos, especialmente con Donald Trump de nuevo al mando, y el intento de
Claudia Sheinbaum de mostrarse como una presidenta firme, autónoma, y no simplemente
como una extensión de su antecesor, aunque siendo sincero, apuesto más por el primero.
Los decomisos que se anuncian con bombo y platillo podrían ser reales. No lo descarto.
Pero también podrían estar cuidadosamente administrados para simular un combate que, en el fondo, sigue siendo selectivo. Una especie de “golpes de efecto” para calmar a
Washington, para nutrir el discurso de gobernabilidad, o incluso para distraer del hecho de
que durante seis años completos hubo una política deliberada de contención pasiva frente al crimen.
La hipótesis de que todo está armado no es producto de la paranoia, sino consecuencia
directa de observar cómo un aparato de seguridad nacional puede pasar de la inacción a la
hiperactividad en cuestión de semanas, sin que medien cambios estructurales, sin reformas, sin nuevos presupuestos. ¿Cómo se explica esa transformación? ¿El crimen organizado se debilitó mágicamente justo en el cambio de sexenio? ¿O se decidió mover el foco de atención hacia una narrativa más atractiva políticamente?
Y si ahora las autoridades saben exactamente dónde golpear —porque sin duda lo saben—
eso sólo refuerza la idea de que también lo sabían antes. Pero si no actuaron en su
momento, la duda es inevitable: ¿por qué se permitió que los grupos criminales operaran
con tan poca presión durante años? ¿Fue un acuerdo, un cálculo político, una forma de
gobernar sin enfrentarse a ellos?
No trato de lanzar acusaciones sin fundamento, pero tampoco de ser ingenuo. Los
ciudadanos tienen derecho a dudar si la seguridad pública cambia de rostro como si fuera
una estrategia de mercadotecnia. Cuando pasamos de la negación a la acción en tan poco
tiempo, no estamos ante un viraje estratégico genuino, sino tal vez frente a un rediseño del
espectáculo. Uno con mejores efectos especiales, pero con el mismo libreto de fondo.
Rosa Icela Rodríguez quizá actuó con apego a la doctrina presidencial. No lo sé con
certeza, pero su legado es pobre en resultados concretos, y aunque merece respeto como
funcionaria, también merece una evaluación implacable. Sin duda en su periodo el crimen
creció, mutó y se enraizó con una libertad alarmante. Harfuch, por su parte, parece decidido a dar golpes certeros, pero aún está por verse si esa fuerza es sostenida o si sólo es la escenografía de una nueva administración que necesita legitimidad.
México no necesita más silencios disfrazados de estrategia, ni shows tácticos que duren lo
que un sexenio. Necesita gobiernos que no administren la violencia, sino que la enfrenten
de verdad, con inteligencia, con fuerza legal y con voluntad política. Mientras sigamos
dudando de si las acciones son reales o montadas, el crimen seguirá siendo el único actor
que nunca se baja del escenario.