ASÍ LAS COSAS
Por Adolfo Prieto
En los últimos meses, pareciera que la imagen pública de Claudia Sheinbaum se
ha visto cada vez más desencajada y marcada por una sensación de contradicción
entre lo que supuestamente dice y lo que realmente transmite. De manera
constante, sus intervenciones en las mañaneras, esas conferencias de prensa
diarias que parecen imitar el estilo de su antecesor, han resultado ser un espacio
donde la sonrisa de la presidenta, más que un gesto de confianza se ha
transformado en una serie de gestos y articulaciones que tratan de disimular la
incomodidad y el desgaste de su reciente mandato. Esa sonrisa, que a toda costa
quiere que refleje optimismo y cercanía, parece más falsa que una propuesta
política, algo así como un intento desesperado por transmitir una calma que está
muy lejos de sentir.
Es exageradamente evidente que en la postura de Sheinbaum falta coordinación
entre lo que dice y lo que su cuerpo expresa, especialmente cuando se enfrenta a
situaciones tensas o críticas, se puede notar cómo sus manos tiemblan
ligeramente, un signo claro de nerviosismo o de la presión que lleva sobre sus
hombros. Este detalle no pasa desapercibido para muchos, y aunque ella intente
disimularlo con una sonrisa forzada, la falta de control sobre su lenguaje corporal
crea una contradicción flagrante con la postura de seguridad y liderazgo que
intenta proyectar.
Esta desconexión entre sus palabras y sus gestos refleja un problema más
profundo: Sheinbaum deja ver claramente que no está en control total de su
mandato, ni emocional ni políticamente. Su gobierno, lejos de estar basado en una
fuerte autonomía, parece ser el resultado de una serie de imposiciones externas
que la han dejado en una posición incómoda. Cada vez que aparece en público,
esa sonrisa, que ya no convence a muchos, es un intento por ocultar su
impotencia, por disimular su incapacidad para responder con claridad a los
desafíos políticos, sociales y de seguridad que enfrenta México.
La presidenta se presenta ante los medios como una figura tranquila, buscando
dar la impresión de que todo va bien. Sin embargo, su lenguaje corporal delata lo
contrario. Sus ojos, en muchas ocasiones, parecen desviarse cuando se enfrenta
a preguntas complicadas, una señal inconsciente de evasión. Además, sus
manos, que en un principio estaban más relajadas, ahora se muestran rígidas,
como si estuviera esforzándose por mantener la compostura. Este tipo de
reacciones no son ajenas al estrés y a la incertidumbre que vive dentro de su
administración, un gobierno donde las decisiones parecen venir de lugares
externos a su propio control.
A lo largo de sus intervenciones, es imposible no notar cómo el nerviosismo se
apodera de ella, especialmente cuando trata temas incómodos, como la seguridad
o los conflictos dentro de su propio partido. En esos momentos, la sonrisa, lejos de
transmitir calma, se convierte en un gesto vacío, como si estuviera buscando una
validación externa que refuerce la idea de que todo está bajo control. Pero el
rostro tenso y las pequeñas señales de incomodidad no pasan desapercibidos. La
inconsistencia entre lo que dice y lo que su cuerpo comunica crea una
contradicción que, con el tiempo, mina su credibilidad.
Debe ser frustrante, tanto para ella como para los que creen en ella, esa
incapacidad de ocultar lo que realmente siente. Es claro que la sonrisa no puede
encubrir la realidad de un gobierno que se tambalea, que no logra imponer su
autoridad, y que está plagado de decisiones políticas que parecen no estar bajo su
control. Frente a una realidad política compleja, donde la influencia de su
antecesor sigue siendo palpable y los desafíos internos de su partido le restan
poder, la sonrisa se convierte en un escudo que no es lo suficientemente fuerte
para protegerla de las críticas, ni para convencer a la ciudadanía de que tiene el
control del rumbo del país.
Además, la presidenta parece consciente de que su postura no es la más
convincente, lo que aumenta su desesperación por transmitir una imagen de
tranquilidad. Cada vez que la vemos frente a las cámaras, es como si tratara de
imponer una calma artificial, una calma que es inalcanzable para ella. No es solo
el tembleque de sus manos o la mirada evasiva lo que la delata, sino también la
forma en que se aferra a su sonrisa como si fuera la única herramienta disponible
para ocultar sus inseguridades.
Esta sonrisa, que en su momento pudo haber representado esperanza, ha
adquirido con el tiempo un carácter contradictorio. Más que un símbolo de
optimismo se ha convertido en un recordatorio de que detrás de esa expresión se
ocultan las tensiones de un gobierno que no sabe cómo responder a los
problemas que enfrenta, y que, más que soluciones, ofrece imágenes
cuidadosamente construidas de un poder que no se tiene.
Cada aparición pública suya es un reflejo de la lucha interna que vive
constantemente. La sonrisa no es solo un gesto; es una estrategia de defensa
ante una realidad política y personal que, más allá de las palabras, no puede ser
disfrazada. Es la imagen de una mujer que ha llegado al poder por la imposición
de otros, y que, al no poder ser dueña de su propio gobierno, se ve obligada a
aferrarse a una fachada que cada vez es más difícil de mantener.
Debe ser extremadamente frustrante que hagan a un lado a tu candidato al
gobierno de la Ciudad de México, debe sentirse una impotencia tremenda que no
elijan a tu candidata a la Comisión Nacional de Derechos Humanos, debe ser una
grosería que te impongan a miembros de tu gabinete, debe ser una desesperación
absoluta cumplir con la tradición de Las Mañaneras y tratar de mantener una
sonrisa de oreja a oreja emulando aquella canción que a la letra dice: “Ante el
mundo estoy riendo
y dentro de mi pecho mi corazón sufriendo”.
Hasta la próxima.
adolfoprietovec@hotmail.com