Soberanía en juego

Así las cosas

 

Por Adolfo Prieto

 

La soberanía, principio fundamental de cualquier nación que se respete, parece
más pieza de museo que un valor político vigente en México. En medio de
presiones externas disfrazadas de cooperación, un clima social polarizado y élites
que usan el poder para perpetuarse a toda costa cabe preguntarme: ¿quién
gobierna realmente este país? ¿Son nuestras instituciones las que dictan el
rumbo, o respondemos ya, casi sin disimulo, a las agendas extranjeras y a la
manipulación de intereses internos disfrazados de democracia?

La relación entre México y Estados Unidos nunca ha sido equilibrada.
Históricamente está marcada por la asimetría, el paternalismo y, en los momentos
más críticos, la abierta intervención. Lo que estamos viviendo es una versión más
sofisticada —pero no menos agresiva— de esa dinámica. Ya no se trata de tropas
cruzando la frontera o embajadores dictando órdenes desde Polanco; ahora se
gobierna con medidas unilaterales, operaciones “bilaterales” que nadie en México
consulta, y chantajes económicos disfrazados de normas sanitarias o de
cooperación antinarco.

A pesar del endurecimiento del discurso estadounidense desde el regreso de
Trump al poder, la presidenta Claudia Sheinbaum insiste públicamente en que
“México no es colonia ni protectorado de nadie”. Con frases como “nos
coordinamos, colaboramos, pero no nos subordinamos”, intenta marcar distancia
frente a las presiones del vecino del norte. Sin embargo, estas declaraciones
contrastan con los hechos: operativos conjuntos sin transparencia, chantajes
económicos disfrazados de cooperación y una diplomacia que, en la práctica,
parece más reactiva que soberana. En pocas palabras sólo los despistados le
creen.

La decisión del gobierno estadounidense de suspender la importación terrestre de
ganado mexicano por un brote del gusano barrenador no es solo un asunto
técnico, sino un mensaje político. Estados Unidos demuestra que puede cerrar
válvulas económicas clave para México con la mano en la cintura. Las
consecuencias para los ganaderos mexicanos son devastadoras. Pero más grave
aún es la sumisión con la que se aceptó esta medida: sin resistencia diplomática,
sin reclamo público, sin un mínimo intento de negociación de iguales, solo con
declaraciones como “nos coordinamos, colaboramos, pero no nos subordinamos”.
¿Cuándo perdimos la capacidad —o la voluntad— de exigir respeto?

No se trata de minimizar el problema sanitario, sino de cuestionar el desequilibrio
de poder. ¿Habría actuado México con la misma contundencia si la situación fuera
al revés, si un brote en Texas amenazara la seguridad alimentaria de nuestro
país?

En materia de seguridad, la situación es aún más preocupante. El operativo en
Sinaloa que incluyó la participación directa de agencias estadounidenses para
decomisar precursores químicos, presentado como un “logro conjunto”, es en
realidad una señal de alerta roja. La cooperación en temas de seguridad entre
ambos países tiene décadas, pero ahora es una intromisión disfrazada de ayuda
técnica. La estrategia estadounidense de combate al narcotráfico, fracasada en su
propio territorio, se exporta a México con resultados desastrosos: militarización,
violaciones de derechos humanos, colusión institucional y, lo más grave, una
pérdida progresiva de soberanía.

En los hechos, no en Las Mañaneras, México no decide plenamente sobre su
política de seguridad. Las prioridades las fija Washington. ¿Por qué? Porque
hemos permitido que la narrativa del “narcoestado” justifique cualquier intromisión.
Porque seguimos creyendo que es mejor tolerar la injerencia que asumir el costo

político de enfrentarla. Porque muchos en la élite política mexicana prefieren ser
operadores de intereses extranjeros antes que defensores de los nacionales.

La frontera norte es zona de doble rasero. Estados Unidos exige control,
contención y mano dura contra migrantes que, como Pedro por su casa, cruzan
por México, pero no hace autocrítica sobre su propia demanda de drogas, su
industria armamentista que inunda de armas nuestro territorio, o su negligencia
histórica en atender las causas estructurales de la violencia.

La cooperación bilateral es indispensable, sí. Pero no con condiciones de
subordinación. No bajo amenazas. No con el lenguaje de la fuerza económica o la
imposición cultural. México tiene derecho a establecer sus propias prioridades, a
defender sus sectores productivos, a diseñar una política de seguridad que
responda a su realidad, no a los índices de consumo de fentanilo en Ohio.

La soberanía no es una consigna nacionalista vacía. Es una necesidad para
cualquier país que aspire a un desarrollo digno. Y si México no recupera la
capacidad de negociar desde una posición de firmeza y dignidad con su vecino del
norte, seguirá siendo, por mucho que lo neguemos, un país intervenido,
manipulado y reducido a una pieza más del rompecabezas geopolítico
estadounidense.

¡Hasta la próxima!

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