ASÍ LAS COSAS
Por Adolfo Prieto
“Vota por tu magistrado… aunque sea un tarado”, “Vota por tu ministro… aunque
se pase de listo”.
A semanas de que se lleve a cabo un proceso electoral sin precedentes tan
absurdos, México se enfrenta a uno de los ejercicios más controvertidos de los
últimos tiempos: la elección, por voto popular, de jueces, magistrados y ministros
de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Lo que se presentó como un avance
democrático y una supuesta medida para acercar al pueblo a la impartición de
justicia, poco a poco se va transformando en una farsa institucional manipulada
desde el poder. Esta propuesta impulsada por el actual partido gobernante, el
Movimiento Regeneración Nacional (MORENA), expone al Poder Judicial a la
politización más burda y peligrosa, convirtiendo a la justicia en un campo de
batalla electoral y a los ciudadanos, como siempre suele ser, en piezas de utilería.
Uno de los elementos más alarmantes de este modelo es el desconocimiento casi
absoluto que existe respecto a los aspirantes. Los nombres que conforman las
listas son, en su mayoría, completamente ajenos al conocimiento público. A
diferencia de otros cargos de elección popular, como diputaciones o alcaldías, los
puestos en el Poder Judicial tradicionalmente eran reservados para perfiles
técnicos, cuya trayectoria profesional y formación jurídica deberían ser las
principales credenciales. Sin embargo, al someter estos cargos al voto ciudadano,
se impone una lógica de popularidad y propaganda, donde quienes tienen acceso
a recursos financieros y alianzas políticas se colocan en una posición de ventaja.
En lugar de seleccionar a los más preparados, el sistema premia a los más
visibles o afines al gobierno, aunque su visibilidad provenga de vínculos
cuestionables.
Los pocos aspirantes que son medianamente conocidos logran destacar por su
cercanía con el poder o su pertenencia a redes de intereses que poco tienen que
ver con la justicia. Algunos están vinculados a sectas religiosas, otros a
estructuras del crimen organizado. Lo que debería ser un filtro de calidad jurídica y
ética, es una feria de influencias, intereses oscuros y oportunismo. A esto se suma
una preocupante opacidad: no hay información clara, accesible o confiable sobre
la mayoría de los perfiles. El ciudadano común deberá elegir entre listas de
nombres que no conoce, sin tener herramientas reales para diferenciar a un jurista
competente de un impostor con buenos contactos.
Mientras tanto, el Instituto Nacional Electoral (INE), que debería actuar como un
árbitro imparcial y garante de un proceso transparente, se limita a una función
decorativa. Las acciones que ha tomado frente a las múltiples irregularidades han
sido débiles, tardías y absolutamente ineficaces. Un claro ejemplo de ello es el
caso de la presidenta de la República, quien no ha dudado en intervenir de forma
abierta en el proceso, promoviendo ciertos perfiles y posicionando mensajes
desde la tribuna presidencial. El INE, lejos de frenar estos abusos, los sanciona
con tibias llamadas de atención que no modifican el curso de los hechos y que, en
ocasiones, incluso refuerzan la narrativa oficial de victimización. El órgano
electoral ya no es contrapeso, solo valida con su inacción un proceso plagado de
irregularidades.
Uno de los casos más ilustrativos de esta estrategia de manipulación institucional
es el de Lenia Batres Guadarrama, actual ministra de la Suprema Corte y hermana
del actual director del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los
Trabajadores del Estado (ISSSTE), Martí Batres. Autodenominada como “la
ministra del pueblo”, pretende construir una imagen de cercanía popular que
responde más a una campaña política que a un perfil técnico-jurídico. Aunque el
INE le prohibió usar este sobre nombre, la prohibición llegó tarde, cuando el mote
ya había cumplido su propósito propagandístico. Lo que se oculta tras ese título es
una narrativa diseñada por el oficialismo para presentar a sus cuadros como
representantes auténticos del pueblo, enfrentados a una supuesta élite judicial
corrupta y conservadora. Es el populismo judicial en su máxima expresión, y es
también un aviso de lo que vendrá si se consuma la captura total del Poder
Judicial por parte del partido en el poder.
Aunado a esto, el proceso electoral implicará un gasto millonario. Se invertirá una
cantidad obscena de recursos públicos en montar esta aparente elección, en
promover candidaturas, imprimir boletas, instalar casillas y pagar sueldos de
funcionarios electorales. Todo esto en un país donde persisten graves carencias
sociales, donde los servicios públicos son insuficientes y la justicia cotidiana sigue
siendo lenta, corrupta y clasista. El dinero que se invertirá en esta simulación
podría destinarse a fortalecer los juzgados locales, mejorar los sueldos de jueces
honestos o invertir en capacitación judicial, pero en lugar de eso, se usará para
legitimar una elección que ya nace viciada.
Pese al gasto desmedido, la participación ciudadana será mínima. La apatía, la
desinformación y la desconfianza harán que la mayoría de los ciudadanos decidan
no acudir a las urnas. Aun así, hay sectores que serán presionados para participar.
Diversos reportes señalan que trabajadores del Estado —en los tres niveles de
gobierno— están siendo advertidos de que deben votar, so pena de recibir
represalias administrativas o laborales. La maquinaria electoral de Morena,
aceitada con recursos públicos e indisciplina partidista, ya ha dado pruebas
suficientes de su capacidad para movilizar el aparato burocrático en su favor.
El problema de fondo no es únicamente el método de elección, sino la lógica
política que lo impulsa. Lo que está en juego no es la democratización del Poder
Judicial, sino su subordinación total a los intereses del Ejecutivo y del partido
gobernante. Esta elección no surge de una demanda popular ni de un debate
amplio y plural, sino de una decisión unilateral que busca consolidar el
control del Estado. MORENA no promueve esta reforma para devolver el poder
al pueblo, sino para mantenerlo en sus manos mediante una narrativa de
legitimidad construida a partir de simulacros de democracia.
En esta farsa electoral, los ciudadanos no elegirán jueces, elegirán entre
candidatos seleccionados, promovidos y financiados por el partido en el poder. No
habrá justicia democrática, sólo apariencia. Y el costo de esta mentira, disfrazada
de revolución jurídica, lo pagaremos todos con un Poder Judicial más débil, más
politizado y sometido.
¡Hasta la próxima!