El desplome del conocimiento en la era digital

Así las cosas

 

Por Adolfo Prieto

Estamos ante un fenómeno cultural preocupante: el conocimiento se deteriora, y con él, la
capacidad de razonar. No se trata solo de carencias académicas o errores de ortografía.
Hablamos de una crisis profunda del pensamiento que se expresa en una generación —o
varias— que confunden la información con sabiduría, la emoción con argumento, y la
opinión con verdad.

Las generaciones posteriores a los boomers, particularmente los millennials y la generación
Z, muestran un empobrecimiento intelectual alarmante. Rodeados de pantallas desde la
infancia, fueron criados por un sistema que premia la inmediatez, la apariencia y la
reacción. Les enseñaron a deslizar el dedo antes que a leer, a opinar antes que a entender, y a repetir antes que a cuestionar. El resultado es un tipo de individuo que se siente
informado, pero no lo está. Que cree que razona, pero solo reacciona. Que piensa que sabe, pero solo copia.

¿Exageración? Basta con ver cualquier conversación en redes sociales. La “profundidad”
fue reemplazada por sarcasmo. La lectura crítica, por “videos explicativos de 30 segundos”.
La reflexión, por respuestas viscerales. Hoy, millones de jóvenes creen que saben de
política, o de cualquier tema, porque siguen una cuenta de TikTok, que entienden de historia porque vieron un hilo en X, o que dominan la economía porque vieron una infografía con emojis. No leen libros, no contrastan fuentes, no escuchan ideas opuestas. Pero eso sí: se sienten autorizados para pontificar sobre todo.

Las redes sociales no son el problema por sí mismas, sino la forma en que moldean el
pensamiento de quienes no tienen herramientas intelectuales para resistirse a su lógica
superficial. En lugar de formar criterio, cultivan arrogancia. En lugar de fomentar el debate,

alimentan el linchamiento; en lugar de promover la búsqueda de verdad, venden una falsa
moral colectiva cargada de emociones, ignorancia y superioridad artificial.

Mientras tanto, los boomers —esa generación que vivió sin Google, sin Wikipedia y sin
inteligencia artificial—, por más criticados que sean, tuvieron algo que hoy escasea: una
formación intelectual real. Estudiaron en bibliotecas, aprendieron a pensar sin
interrupciones constantes, se educaron en el esfuerzo, y valoraron la experiencia. Sabían
esperar, sabían callar, sabían escribir con coherencia. No necesitaban viralidad para tener
ideas. Y por eso mismo, cuando muchos de ellos participan hoy en espacios digitales, son
descartados no por lo que dicen, sino porque no dominan los códigos estéticos del
momento.

¿Y qué hacen las nuevas generaciones ante ese contraste? Se burlan. Porque no toleran otra cosa que no sea el espejo de su propia visión. Para muchos jóvenes hoy, si algo no se
entiende en cinco segundos, no sirve. Si alguien no habla su lenguaje emocional, está
“fuera de onda”. Si un texto requiere concentración, es “aburrido”. La ignorancia creció y
ha sido normalizada y premiada con likes, viralidad y falsa validación colectiva.

En este contexto, ¿cómo no alarmarse? Están surgiendo generaciones que si se quedan sin
internet, se quedan sin pensamiento. No saben orientarse, ni buscar información en fuentes físicas, ni discutir sin pelear, ni escribir sin emojis. Su conocimiento está alojado en la nube, no en su cerebro. Si desaparece la tecnología, desaparece su seguridad. Si se les obliga a pensar con rigor, se sienten atacados.

Esto no es elitismo. Es una alerta. El conocimiento dejó de ser una meta para convertirse en adorno. Se presume saber, pero no se profundiza en nada. Se repiten frases bonitas, pero no se entienden. Y mientras más ruido hay, menos claridad se alcanza. Hoy muchos jóvenes saben manejar un smartphone con “maestría”, pero no saben sostener una conversación sin interrupciones. Saben viralizar ideas ajenas, pero no construir las propias. Saben indignarse, pero no argumentar.

Y no, no se trata de condenarlos ni de renunciar al progreso tecnológico. Se trata de advertir que el pensamiento no sobrevive solo con acceso a internet. Hace falta algo que no se puede descargar: disciplina, curiosidad, humildad intelectual, capacidad de análisis, y sobre todo, silencio interior. El tipo de cosas que abundaban en quienes aprendieron sin pantallas, sin influencers y sin hashtags.

Hoy, estamos frente a generaciones que creen que pensar es repetir lo que vieron en una
historia de Instagram. Y cuando esa es la base cultural de una sociedad, el colapso del
juicio se convierte en una amenaza real.

No es que los jóvenes de hoy no tengan capacidad. Es que no se les exige. No se les
corrige. No se les incomoda. Se les entretiene, se les alimenta con gratificación instantánea, y se les dice que todo lo que sienten es válido, incluso si no tiene sentido. Así, el conocimiento se convierte en una ilusión y la ignorancia se vuelve identidad.

¿Queremos cambiar esto? Entonces hace falta más que cursos en línea o apps educativas.
Hace falta recuperar el respeto por el conocimiento real, por el esfuerzo intelectual, por el
pensamiento incómodo, pero sobre todo por la experiencia de quienes, aunque no tengan
redes, todavía saben pensar sin depender de ellas. Por desgracia, hoy en día opinar es más
fácil que pensar.

¡Hasta la próxima!

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