ASÍ LAS COSAS
Por Adolfo Prieto
Las encuestas han adquirido un poder desmedido que ha transformado, muchas
veces, la percepción pública de los políticos en un producto mediático más que en
una evaluación genuina de su trabajo. Parecen ser el termómetro, a veces no tan
certero, que dicta la temperatura política de un país; pero la relación entre estas
encuestas, los medios de comunicación y la imagen de los políticos es mucho más
compleja y peligrosa de lo que suele parecer a primera vista. Más allá de ser
herramientas objetivas, a menudo terminan siendo utilizadas como herramienta de
manipulación, influenciando el comportamiento electoral y forjando la narrativa de
un «éxito» o «fracaso» basado en datos que no siempre son tan claros o precisos
como se nos quiere hacer creer.
El problema radica, muchas veces, en la manera en que los medios de
comunicación, periodistas y líderes de opinión se aferran a estos estudios como si
fueran la verdad absoluta, catapultando a los políticos con mejores cifras o
haciendo caer en el olvido a aquellos que no logran alcanzar ciertos números,
como es el caso de la presidenta (con A), Claudia Sheinbaum. De hecho, la
influencia de las encuestas en los medios llega al punto de que estos datos
describen la situación política de un momento dado y ayudan a moldearla. Al
reportar de manera continua las «supuestas victorias» de un candidato, los medios
contribuyen a la creación de una atmósfera de inevitabilidad en torno a ese
político. Es decir, una vez que la encuesta señala a un candidato como líder en las
preferencias del electorado, los medios y algunos analistas tienden a reforzar esa
narrativa, y lo que parece ser una simple fotografía de la opinión pública se
transforma en una predicción infalible.
Detrás de los números que presentan las encuestadoras, con frecuencia se
esconden manipulaciones sutiles que no siempre se perciben. La metodología de
las encuestas está lejos de ser inmaculada. Aunque buscan ser representativas de
la sociedad, lo que realmente se mide es la respuesta de una muestra particular
que, al final, podría no reflejar la diversidad del electorado. Las técnicas de
muestreo, el tamaño de la muestra, el margen de error y la formulación de las
preguntas pueden influir enormemente en los resultados. Por ejemplo, se sabe
que algunas encuestas son diseñadas para obtener un resultado específico,
ajustando las preguntas o el perfil de los encuestados de manera que se favorezca
a un candidato o partido político en particular.
La frecuencia con la que se publican y la manera en que los datos son
interpretados, pueden generar un efecto «halo», donde la mera repetición de la
misma idea —por ejemplo, “El 86% de las mexicanas cree que la protección de los
derechos de las mujeres mejorará con el Gobierno de Sheinbaum”, “Sheinbaum
obtiene un 67% de aprobación en una encuesta tras 100 días como presidenta”,
“La Presidenta Claudia Sheinbaum Pardo mostró una encuesta reciente publicada
en el diario El País, que la muestra con 80% de aprobación de la ciudadanía” o de
que un candidato es el líder indiscutido— lleva a la gente a creer que esto es un
hecho consumado.
¿Estas encuestas reflejan la realidad o moldean una imagen pública a través de
su repetición constante? En la política, especialmente en tiempos de elecciones, la
percepción es tan importante como la realidad misma. Los medios, que actúan
como grandes difusores de encuestas, tienen una responsabilidad en cómo
presentan estos datos. Muchas veces, un simple «la encuesta X muestra a Y en
primer lugar» es suficiente para generar una percepción de victoria, sin que los
votantes se detengan a cuestionar la metodología, el contexto y las posibles
manipulaciones subyacentes. Es aquí donde entra el riesgo de la sobreexposición
y el peligro de convertir las encuestas en un factor decisivo para las campañas, sin
considerar que estas son solo una herramienta estadística y no un pronóstico
certero del futuro.
El impacto de las encuestas no se limita solo a los medios tradicionales. Las redes
sociales han convertido cada encuesta en un fenómeno viral, amplificando los
resultados y acelerando la creación de una narrativa política. A través de memes,
comentarios y hashtags, los números de las encuestas pueden ser interpretados,
distorsionados o reforzados por los usuarios, creando una retroalimentación
constante que contribuye a la construcción de la imagen pública de los políticos.
Este ciclo de repetición digital puede llevar a una polarización aún mayor, ya que
las plataformas a menudo refuerzan las creencias previas, distorsionando aún más
la percepción de los votantes.
Otro aspecto problemático de las encuestas en el ámbito político es el efecto
"bandwagon" o de «campeón popular». El hecho de que un candidato encabece las encuestas puede atraer a más votantes, no porque estos apoyen sus propuestas o
sus capacidades, sino porque la percepción de que está ganando se vuelve un
incentivo para sumarse al «movimiento ganador». Aquí, las encuestas se
convierten en profecía autocumplida, donde el hecho de presentarse como el
preferido en los estudios de opinión aumenta la posibilidad de que más personas
se decidan por ese candidato. Esta dinámica no solo es insustancial, sino que
además ignora una de las bases de la democracia: la necesidad de una reflexión
informada y un análisis profundo sobre los méritos de los políticos, más allá de sus
números en una encuesta.
Los periodistas, principalmente los “chayoteros”, y analistas políticos parece que
no son (o se hacen) conscientes del impacto que tienen al difundir estos datos y la
responsabilidad que conlleva interpretar correctamente los resultados de las
encuestas. Al presentarlas sin cuestionamientos, sin contexto y sin hacer un
análisis serio de sus limitaciones, se contribuye a que el público crea que son más
que una herramienta de medición. Al no señalar su falibilidad o, peor aún, al
usarlas como arma política para manipular la opinión pública, los medios se
convierten en cómplices de una distorsión de la realidad.
El peligro de las encuestas no es solo su capacidad para crear una narrativa en
torno a un candidato, sino también cómo ese proceso puede desencadenar una
polarización o un desinterés en el debate real sobre los temas que afectan a la
sociedad. Los resultados pueden ser usados para poner a un candidato en un
pedestal, independientemente de sus habilidades reales o su desempeño político,
basándose únicamente en la percepción de popularidad, la cual no siempre es
sinónimo de eficacia o capacidad de liderazgo.
A pesar de su valor como herramienta de medición, las encuestas son realmente
antidemocráticas, por eso deben ser vistas con escepticismo. Su sobreexposición
y el uso que los medios hacen de los resultados pueden crear una ilusión de
consenso, un falso sentido de inevitabilidad, que afecta la percepción del votante y
el destino de la democracia misma. La responsabilidad de los periodistas, de los
encuestadores y de los políticos es presentar estos resultados con el suficiente
contexto, evitando caer en la trampa de pensar que las encuestas son la verdad
absoluta. La repetición constante de un supuesto triunfo o fracaso no garantiza
que la gente realmente vote en función de lo que considera mejor para su país,
sino que puede ser solo un reflejo de lo que se les ha dicho que es lo mejor.
¡Hasta la próxima!