La decepción tras el voto

ASÍ LAS COSAS

 

Por Adolfo Prieto

Cada elección, en México, es un acontecimiento cargado de significado, no solo
por la posibilidad de cambiar el rumbo del país, sino también por la esperanza que
despierta en millones de ciudadanos. En las elecciones de 2024, esta esperanza
la noté desdibujada, influida más por las dádivas que los partidos dan a la gente
para obtener su voto, que por un criterio objetivo para escoger al o la candidata o
candidatos, más aptos para suceder al mandatario en turno y tratando de ocultar
el cinismo de manifestar, que se quiere un deseo de cambio y progreso. Sin
embargo, cuando las promesas de campaña no se traducen en resultados
concretos, la decepción se instala y el recuento de daños comienza a hacerse
evidente.

Las elecciones federales y locales de México en 2024 fueron un ejemplo claro de
cómo las expectativas de los ciudadanos pueden verse frustradas por la realidad
política. Durante la campaña, los candidatos de diversos partidos hicieron
promesas que abarcaron desde reformas económicas hasta mejoras en la
seguridad y la justicia social.

Una vez elegidos los representantes, el entusiasmo y la confianza del electorado
enfrentaron una dura prueba. A medida que se acerca el final del presente
sexenio, la distancia entre lo prometido y lo logrado se hizo cada vez más
evidente, y más amplia. Es como una especie de círculo vicioso. Los proyectos
ambiciosos y las reformas prometidas comenzaron a encontrar obstáculos
inesperados. Por ejemplo, en las elecciones de 2018 el primer signo de decepción
se manifestó en el descontento generalizado con la velocidad de los cambios. Los
ciudadanos que habían depositado su confianza en los nuevos líderes esperaban
ver avances tangibles en áreas como la economía, la seguridad y la justicia social;

no obstante, los resultados iniciales fueron a menudo mediocres o insatisfactorios,
como en todos los sexenios. Las reformas estructurales y los proyectos de
inversión estancados, y el progreso prometido se diluye en una serie de excusas y
explicaciones técnicas que hasta la fecha aún encuentran eco en innumerables
despistados, esos que nunca quieren ver que una vez que su candidato se
entrona en el poder, solo jala agua para su molino y para sus allegados por más
que quieran disfrazar de transformación de cuarta.

El impacto de esta decepción es multifacético, aparentemente afecta la percepción
pública de los líderes electos (a los que les vale un comino lo que los demás
piensen de ellos), quienes empiezan a ser vistos como incapaces de cumplir sus
compromisos. Esta pérdida de confianza aparentemente perjudica la imagen de
los políticos y erosiona la fe en el sistema democrático en general. Los ciudadanos
que se sintieron traicionados pueden convertirse en escépticos, alejándose de la
participación activa y mostrando una creciente apatía hacia los procesos
electorales.

Pero el recuento de daños no solo se limita a la desilusión con los líderes electos;
de alguna manera también refleja una crisis en la relación entre los ciudadanos y
las instituciones, o entre éstas y el jefe máximo que quisiera aniquilarlas con el
poder de su dedito.

Nunca falta la “oposición” que se envalentona al asegurar que su objetivo principal
es enfrentar esta situación, y tratarnos de convencer que es crucial que los líderes
electos tomen medidas proactivas para restaurar la confianza, confianza que
sabemos nunca será restaurada al tratarse de la misma gata, pero revolcada,
incluso aunque la oposición se convierta en el poder en turno.

No faltará el parlanchín o el líder de opinión que mediante su merecida o
inmerecida fama y la influencia que ésta tenga en los medios de comunicación,
arremeta contra el mandatario en turno y haga hasta lo que su conveniencia le

permita apoyándose en que la transparencia y la comunicación abierta son
herramientas esenciales para gestionar las expectativas y explicar las limitaciones
que puedan haber surgido en el camino. Además, un enfoque en la rendición de
cuentas y la implementación de medidas correctivas, en teoría, puede ayudar a
mitigar el impacto negativo.

Queda clara la importancia de que los ciudadanos mantengan un rol activo en la
vigilancia de la gestión pública. La participación continua y el escrutinio público
son fundamentales para asegurar que los líderes rindan cuentas y se esfuercen
por cumplir sus promesas. La democracia no se limita al acto de voto, sino que se
extiende a la responsabilidad de mantener a los representantes, aunque en la
práctica se les mantiene con voto o sin voto, con resultados óptimos o sin ellos.

Estamos acostumbrados a que, en última instancia, el recuento de daños tras las
elecciones sólo sea una llamarada de petate ya que nunca se les llama a rendir
cuentas y, en caso de hacerlo, no hay autoridad que pueda hacer cumplir la ley
cuando el servidor público, a todas luces, resulte culpable.

A medida que México avanza, siempre se nos dice que es esencial que tanto los
ciudadanos como los líderes aprendan de estas experiencias para fortalecer la
confianza en el sistema democrático y se nos conmina a trabajar juntos en la
construcción de un futuro más prometedor, pero nadie escarmienta en cabeza
ajena y los que probablemente lo puedan hacer, están condenados a repetir el
mismo error y a fraguar una serie de complicidades que los harán más ricos y más
impunes.

Me quedo en mi sueño guajiro en donde la decepción que sigue a una elección no
debe ser, por ningún motivo, un obstáculo insuperable, sino una oportunidad para
renovar el compromiso con los principios de justicia, equidad y progreso que son
el corazón de la democracia, aunque ésta esté más ultrajada que la Constitución
de los Estados Unidos Mexicanos.

Hasta la próxima.

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