La tragicomedia del poder: Sheinbaum, la heredera obediente

Adolfo Prieto

Así las cosas

Por Adolfo Prieto

Dejó de ser drama para convertirse en tragicomedia. Y como buena obra de
teatro, ya tuvimos el primer acto: el Mesías de Macuspana, con su tono profético,
sus giras interminables y sus mañaneras con aroma a liturgia populista. Ahora nos
toca el segundo acto: la continuidad encarnada en Claudia Sheinbaum, la
presidenta que no necesitó construir un liderazgo propio porque fue elegida por el
dedo sagrado de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) o, para ser más exactos,
fue premiada por su obediencia incondicional.

No ha dejado de repetir, con entusiasmo robótico, las líneas del guion escrito en
Palacio Nacional: “no mentir, no robar, no traicionar” … aunque alrededor se
multipliquen los casos de corrupción, la impunidad campee como si fuera virtud
republicana y el realismo mágico presupuestal se imponga sobre cualquier criterio
técnico o racional.

Sheinbaum llegó a la presidencia no como símbolo de cambio, sino como símbolo
de garantía: garantía de que nada cambiará del obradorismo. No ganó por su
carisma ni por su capacidad de conectar con el pueblo (su tono de voz sigue sin
despertar ni a un burócrata con insomnio). Ganó porque supo jugar el papel de
heredera obediente y se cuidó de no tener una sola idea que se desvíe de las
escrituras de la 4T.

Su campaña fue, en el mejor de los casos, una prolongación del culto. No hubo
debate, sino catequesis. No hubo propuesta, sino repetición. No hubo
confrontación de ideas, sino fidelidad de mantra. Camina sobre el carril seguro del

continuismo, donde cualquier desviación del libreto equivale a una blasfemia
política.

Y ahora, desde la silla presidencial, no gobierna: administra el legado de otro, con
un cuidado que raya en la sumisión, el machismo del que tantas feministas
reniegan le dio la “oportunidad” de llegar al poder. No se atreve a corregir a López,
aunque haya dejado al país polarizado, militarizado y plagado de elefantes
blancos. Porque más que presidenta, parece albacea del obradorato. Una figura
instalada en el poder para proteger los caprichos de su antecesor… no para
ejercer el suyo.

En sus primeros meses, casi todo es continuidad estética y simbólica: las giras, los
discursos, las referencias constantes al líder ausente que, paradójicamente, nunca
se va. El obradorismo no terminó: simplemente se maquilló de modernidad con
una bata blanca de laboratorio. Pero el fondo sigue siendo el mismo aunque ya
menos abrazos, siguen los enemigos imaginarios por todas partes, periodistas
señalados como criminales, instituciones debilitadas y una fe ciega en que la
voluntad presidencial (o ex presidencial) basta para resolverlo todo.

Claudia sigue actuando como candidata, no como mandataria. En lugar de
presentar un proyecto propio, agradece la confianza del líder, como si no supiera
que ya ganó. O quizás lo sabe, pero también sabe que no fue gracias a ella. Que
el voto fue por el “proyecto”, por el “movimiento”, por el “hombre”.

Lo peor es que muchos ciudadanos lo celebran. “¡Es histórica!”, dicen. Y claro que
lo es. Pero lo que debería ser un momento de ruptura con el pasado —una mujer
en la presidencia, con una formación científica, una oportunidad de oro para
innovar en el ejercicio del poder— se convirtió en la confirmación de que el poder
no se hereda con libertad, sino con obediencia. Es como si la historia nos diera
una lección con ironía cruel: por fin tenemos a una mujer presidenta, pero no para
transformar, sino para conservar intacto el molde que le dejaron. Y el molde no es

menor: es un estilo de gobierno personalista, autorreferencial, con tintes de culto y
completamente hostil a cualquier forma de crítica o disenso.

¿Se atreverá algún día a romper con el molde, a decir: “esto no funcionó”? ¿Se
atreverá a tocar una obra faraónica inútil, un programa clientelar, una política
fallida de seguridad? No lo parece. Porque hasta ahora, su presidencia es más
eco que voz. Más museo que gobierno. Más archivo que agenda.

Lo que está en juego no es solo su estilo de “gobernar”, sino el futuro de la
democracia mexicana. Porque cuando la figura presidencial se convierte en
curadora de un legado, y no en constructora de un porvenir, el país entra en una
especie de tiempo suspendido. Un sexenio de continuidad sin creatividad, de
administración sin imaginación, de gobierno sin gobierno.

Y lo más preocupante es la narrativa que lo envuelve todo. El viejo discurso de “el
pueblo sabio” ha sido reciclado como dogma, como escudo y como espada. Todo
se hace “por el bien del pueblo”. Pero en la narrativa de la 4T, el pueblo solo existe
cuando aplaude. El resto —los que critican, exigen, o simplemente no se tragan el
show— son, como decía el patrón: conservadores, neoliberales, corruptos o
vendidos.

Así, en lugar de abrir espacios para una ciudadanía crítica y participativa, se
afianzan mecanismos de lealtad ciega. La lealtad como virtud suprema. La
obediencia como camino al poder. El silencio como estrategia de supervivencia
política.

Bienvenidos a la era Sheinbaum: la continuidad sin creatividad, el gobierno de la
fotocopia, la presidencia de la fidelidad eterna. Quizá algún día descubra que ser
presidenta implica gobernar, no custodiar un legado. Quizá algún día entienda que
el liderazgo no se construye con obediencia, sino con visión. Que la autoridad no

proviene del dedo que te eligió, sino de la capacidad de tomar decisiones propias,
aunque sean impopulares.

Mientras tanto, el obradorismo sigue vivo… con nueva vocera, pero los mismos
aplausos de siempre. La única diferencia es que ahora se repiten con acento
neutro y vocabulario académico, como si eso bastara para disfrazar el continuismo
de novedad.

En México, la lealtad al líder siempre paga. Aunque el país no. Y al final, lo que
queda es esta tragicomedia nacional donde los protagonistas cambian de nombre,
pero el libreto sigue igual. Un país que aplaude el cambio, pero vota por la
repetición. Que celebra la historia, pero teme escribir una nueva.

Sheinbaum tiene la oportunidad —única, histórica, irrepetible— de demostrar que
puede ser más que una sombra obediente. Que puede romper con la lógica del
culto, del control, de la subordinación. Que puede ser presidenta en serio. Pero
para eso hace falta algo más que títulos académicos y frases aprendidas: hace
falta carácter.

Y hasta ahora, lo que hemos visto es una mujer en el poder que aún no se atreve
a ejercerlo. Que administra la herencia con pulcritud técnica, pero sin alma
política. Que representa una causa sin haberla cuestionado nunca. Que repite un
credo sin haber escrito una línea propia.

Pero lo más inquietante es que, además de obedecer sin reservas a su antecesor,
Claudia Sheinbaum parece estar inclinando la cabeza ante otro amo: Donald
Trump. Sí, el mismo que durante su primer mandato agitó el discurso
antimexicano, militarizó la frontera y utilizó a México como muro migratorio de
facto. Ante él, Sheinbaum no solo guarda silencio, sino que da señales de
alineación. Con tal de complacerlo —y evitarse fricciones con Washington—,
comienza a dejar atrás algunas de las máximas que le impuso López Obrador,

como la defensa férrea de la soberanía, la política de no intervención y la retórica
de dignidad frente a potencias extranjeras. Así, mientras conserva el libreto de la
4T en el ámbito doméstico, en la arena internacional actúa con una docilidad
preocupante. Lealtad doble, pero autonomía ninguna.

La tragicomedia continúa. El telón no ha caído. Y el tercer acto —ese donde una
líder se afirma, se define y se atreve a desobedecer— seguramente no tardará en
comenzar.

¡Hasta la próxima!

[email protected]

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí