¿Lo que sobra es tiempo?

ASÍ LAS COSAS

Por Adolfo Prieto

La impuntualidad ha sido, es y será uno de los principales defectos del ser humano que lejos de disminuir va en aumento. Por razones que desconozco resulta triste comprobar que las citas y el “poner la hora”, de nada sirven. Pase lo que pase, siempre existirán pretextos suficientes para “justificar” mi llegada tarde a determinado lugar, en concreto: a una cita. 

En este caso me referiré exclusivamente a las citas que haga o que me asignen para acudir a una consulta médica. Los actores principales son tres: el paciente, el médico y su secretaria, aunque aclaro, que como en todo, siempre hay excepciones.

El primero casi siempre cree, o, mejor dicho, está seguro de tener la razón en pedir o exigir que se le atienda en el preciso momento en el que hace su entrada triunfal en el consultorio. Emplea, según él, de manera inteligente su sentido común, le bastan un par de minutos para coger el teléfono y llamar al consultorio del profesional para solicitar una cita; de esa manera piensa que ya lo estarán esperando en el feudo laboral del médico para atenderlo y los demás mortales se harán a un lado para que pase, sin tibiezas, al consultorio y ser auscultado como según todos, queremos que se nos ausculte. 

Hasta aquí no hay nada malo, pero ¿qué pasa si el paciente, por sus múltiples ocupaciones, llega tarde a su cita? 

Como el “efecto dominó”: las demás citas se recorren. Los que realmente son puntuales se convierten en impuntuales involuntarios. Los pretextos hacen de las suyas y convencen al médico quien no tiene más remedio que atender al “retardado” ante la mirada indignante de los puntuales, con sus respectivas maldiciones. 

Ahora vayamos con el segundo. Si cuenta con una secretaria, el trabajo se le facilita. Le pide que elabore la lista de citas y que anote los datos necesarios de sus pacientes y les diga la hora en que serán atendidos. Hasta aquí toda marcha de maravilla. Supongamos que los “enfermitos” del día pecan de puntuales, pero el profesional de la salud no. Las citas, al igual que los malos trabajadores, se corren. Todo se vuelve un caos y una pérdida de tiempo. El médico se convierte en un dios omnipotente que sabe, muy en sus adentros, que aquellos deben mantener la serenidad porque él tiene el remedio para todos sus males y que no les queda de otra, que esperar. De nuevo interviene el paciente. Irrumpe un influyente compadre, amigo, casi hermano del médico, a quien se le ocurre enfermarse en ese momento, y no es que exija, pero sabe muy bien que, por su invaluable cercanía con el galeno, será atendido primero que todos ante la mirada atónita de los mortales allí presentes. 

El discípulo de Hipócrates usa su “sentido común” y lo atiende porque sus “pacientitos” comprenderán perfectamente que, a un allegado tan allegado, no se le niega una consulta. Ni modo, al fin y al cabo, lo que sobra es tiempo. En la mayoría de los casos estas visitas repentinas no tienen otro objetivo que poner a los “íntimos” al tanto de los chismes de sus respectivas vidas, que pareciera les encanta ventilar. 

El tercer caso no deja de ser relevante. La secretaria se convierte en los ojos, los oídos y la mente de su querido jefe, el doctor. Si está de buenas me atenderá como los cánones mandan, si mal me va me ofrecerá una revista, un periódico o simplemente una sonrisa de oreja a oreja. Verificará su lista en la que me hizo el favor de anotar mi cita. Con su pluma recién sacada de su boquita pintada subrayará mi nombre y dirá con voz encantadora y sensual: “¿Gusta sentarse? ¡En un momento el doctor lo atenderá!”

Miro el reloj con el beneplácito de saber que llegué puntual a mi cita. El microbio, virus, bacteria, bicho, etcétera que en esos momentos me hace la vida imposible, tiene sus minutos contados. Con ese tipo de atención se me olvida que estoy enfermo. El encanto se esfuma repentinamente cuando el teléfono suena, la “secre” contesta y dice: “No te preocupes, tú vente y yo me encargo de que mi jefe te atienda de inmediato” o cuando utiliza su don espiritual, mismo que le da la facultad de saber con exagerada precisión quién necesita pasar primero para ser auscultado sin importar el orden estricto de las citas. 

En este caso sí debe intervenir el sentido común, porque muchas veces tenemos que aceptar que los niños, los ancianos y las mujeres son primero, dependiendo de la gravedad de la enfermedad, que como dije, la secretaria infalible se adjudica la tarea de identificar. Todo el orden se rompe, de nada vale la puntualidad.

Este tipo de situaciones se da en todos los ámbitos: lo mismo para tramitar un pasaporte, una aclaración en el banco, una comida, una junta de trabajo o un papeleo en cualquier oficina de gobierno. Tenemos esa maldita costumbre de decir: “nos vemos entre 5 y 6 de la tarde” y llegamos a las 6. Inventamos cualquier pretexto para justificar nuestro retardo, como el que había mucho tráfico, nos topamos con una manifestación, se enfermó fulano de tal, etcétera. 

¿Qué necesitamos para que respeten nuestro tiempo y respetar el de los demás? ¿Sirven de algo las citas anticipadas? ¿Es beneficioso llegar temprano o a tiempo?

Vivimos con la falsa idea de que lo que hacemos nosotros es más importante que lo que hacen los demás. Nadie tiene más urgencia que uno, nadie está más enfermo que uno, todos nuestros pretextos son realmente una justificación válida para excusarnos y nos autoengañamos pensando en que todo mundo tiene la obligación de esperarnos. Al paso que vamos será muy difícil coincidir con alguien a determinada hora, pero lo más triste de todo es que he llegado a la conclusión de que para lo único que tenemos tiempo es para decir que no tenemos tiempo.

 

adolfoprietovec@hotmail.com

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